Hace algunos meses, fue divulgado en Alemania el estudio ‘Recuerdos fraudulentos’, basado en algo más de mil encuestas telefónicas aleatorias, para investigar la percepción del pasado en la actualidad. El resultado debió ser sorpresivo, pues cerca de la quinta parte de entrevistados admitió tener antepasados responsables de crímenes cometidos durante el régimen nazi (1933-1945), o que ayudaron a las víctimas, en proporciones casi iguales.
El director del equipo analista señaló que “el antisemitismo y la manipulación de temas como la culpa de la guerra”, distorsionan “la cultura del recuerdo” en ese país. Y resaltó que de acuerdo con el estudio, 79% de los alemanes considera fundamental la enseñanza de la historia.
Vale la pena preguntarse cómo sería un estudio similar en Colombia, muy necesario, por cierto. Lo difícil será protegerlo de la chapucería gubernamental, las zarpas de políticos de todo pelambre y la estrechez de miras de los encuestadores nacionales, que pontifican acerca de un país que desconocen totalmente.
Si se pudiera vencer tan cuasi insuperables obstáculos, quedaría por sortear ese descabellado paradigma del postconflicto, cuya finalidad es mantener vivos los odios nacidos del pasado violento del país. Ya se ven sus consecuencias: la polarización cada vez más aguda de la sociedad, estimulada por las chambonadas gubernamentales y la corrupción del partido de gobierno.
El tal postconflicto se sustenta en dos entelequias: la construcción de identidad y de memoria. Palabras rimbombantes y descrestadoras, cuyo verdadero significado no se devela y quienes creen conocerlo no tienen idea de la realidad del país que pretenden ‘construir’.
El mensaje subliminal de la primera dice que las sociedades que lo configuraron, llevan cinco siglos en condición de N.N. sin valor. Mañosamente se oculta que ningún pueblo carece de identidad. Distinto es que no haya consciencia. (Sirvan como ejemplo quienes se proclaman paisas sin serlo, por incapacidad de reconocerse como caldenses).
Para comenzar, identidad es: costumbres, ceremonias, creencias… La música, la danza, las narraciones, los ritos, son manifestaciones estéticas de la identidad y reafirman a la comunidad depositaria. Así las cosas, la idea de “construirla” parte de negar la vigente como esencia de la sociedad y de una actitud mesiánica de sus promotores, quienes pretenden imponerse a los procesos colectivos, para sustituirlos con políticas de Estado o de entidades de fingido ideario cultural.
El mensaje no tan implícito de la ‘construcción de memoria’ se justifica con la creencia según la cual, Colombia es un país de desmemoriados. Se repite machaconamente, porque en apariencia es cierto, pues mucha gente es incapaz de conservar en su mente todos y cada uno de los desastres naturales y humanos acaecidos; reelige a los delincuentes de siempre e, imperdonablemente, mantiene viva su capacidad de disfrutar y soñar.
Pero se calla que la enseñanza de la historia fue suprimida desde 1984 y su recuperación ha sido entorpecida por quienes no están interesados en la toma de conciencia ciudadanía. Tampoco se apela a quienes recuerdan, sino a la franja de edad menos informada, entre 16 y 30 (o más) años, solo por el hecho de ser jóvenes. En tanto objetos de culto, tienen el poder de decidir todo y ser el poder ellos mismos. Y como no se les enseñó a aprender del pasado, creen que la historia comenzó el día de su nacimiento y cada cosa que hacen es una revelación cósmica. Viven en la incultura del recuerdo.
Cuando ésta comience a ser desmontada, ojalá pronto, se demostrará cuán innecesario será “construir” memorias e identidades ficticias, políticamente correctas para proseguir con “la manipulación de temas” vitales. Bastará con revivir las verdaderas, que a pesar de los pesares, siguen latentes.
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