Así como los habitantes costaneros deben soportar una temporada anual de huracanes, los colombianos somos víctimas impotentes de cíclicas campañas electorales. Los efectos son similares: arrasan con todo a su paso, dejan edificaciones en ruinas y calles llenas de escombros y basura; damnificados, destechados y muertos.
La sola publicación del calendario electoral provoca una estampida aterradora hacia el Capitolio: los fracasados quieren repetir. Los desempleados buscan asegurar ingresos por cuatro años. Los que no son nada en privado, quieren seguir siéndolo en público, a costa de todos. Quienes no han estudiado, falsifican títulos; los que sí, lo ignoran todo acerca de lo que pretenden legislar. Los delincuentes reconocidos, anhelan acrecer su prontuario. Otros desean imitarlos, para quitarles el botín o repartirlo, por lo menos.
Aquello parece la maratón de roedores de la leyenda medieval alemana. Pero no es en Hamelín del siglo XIII, sino en Colombia del XXI. Los de aquí no siguen a ningún flautista; van por el ponqué del fisco. Y así como en el relato se habla que también salieron niños en pos del músico, en la desbandada nacional hay inocentes: unos sueñan con dar ejemplos de honradez, para contrarrestar las mañas políticas arraigadas. Otros son los mesiánicos, que con solo contestar a lista en plenarias cambiarán el país.
Hay muchos conocidos, por haberse perpetuado en el Congreso y por sus habilidades para meter la mano en la res pública. Algunos, conscientes de su impopularidad, prefieren hacerse los retirados, para “dar a conocer caras nuevas”. Nadie las conoce, no se sabe qué hacen, ni de dónde salieron, si son tan trapaceros como sus jefes, o peores, pero se presentan como la restauración política.
Algunos de estos NN tienen la desfachatez de hacerse los muy populares y no se dignan poner sus nombres en la publicidad con que empegotan calles. Otros no usan el apellido, por sentirse figuras públicas. Quizás sus familiares les prohibieron usarlos, por dignidad. Su compromiso primordial será llevar todos los caprichos de sus patrones e impulsar sus particulares proyectos.
Las estrategias para ganar son variadas, facilistas, antiéticas o ilegales: compra de votos pagados con fondos públicos; o sea, por los propios supuestos beneficiarios. Desprestigiar a los rivales, para exhibir falsas moralidades y ocultar la propia podredumbre. Amenazar con catástrofes nacionales si salen derrotados. Intimidar con pérdidas de derechos y beneficios. Acabar con la corrupción… de los demás, en fin. Para desenmascararlos, basta con leer entre líneas los lemas de las campañas, reveladoras de arteras intenciones.
Así pues, el 13 de marzo tendremos un Congreso con una mayoría de bandidos y dos minorías: la de los bienintencionados y la de los ilusos. Se emparejarán por lo bajo, incapaces de cumplir con la misión para la cual se hicieron elegir, desentendidos de los electores. Pese a lo cual, proclamarán la renovación del Congreso.
Los buenos tendrán que firmar pactos con el diablo, para medio hacer algo, así sea para ellos mismos. Al final de la legislatura habrán desaparecido completamente o estarán al servicio de los corruptos tradicionales. Y los ilusos siempre serán ilusos; así los necesitan los gamonales para usarlos en su beneficio, haciéndoles creer que adelantan gran labor patriótica.
Está en manos de los electores poner coto a tan vulgar festín. Sobran motivos para votar en blanco y sacar de circulación a esa cáfila de malhechores de vieja data, de oportunistas de nuevo cuño y de falsos salvadores, convencidos todos de ser dueños del país, cuya verdadera aspiración es enriquecerse y enriquecer a los suyos con el dinero de todos. Se debe escoger entre elegir mal o castigar bien.
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