El reloj biológico es de extraordinaria precisión: aun antes de tener la noción del tiempo, un párvulo sabe cuándo es sábado y cambia la rutina familiar. La predisposición creciente al jolgorio colectivo cuando se avecina diciembre es ineludible.
En las sociedades que celebran carnavales es más evidente, pues para invertir el orden establecido y permitir lo prohibido -esencia de este género de festejos-, se debe pasar por un periodo de inducción llamado precarnaval, durante el cual el fervor aumenta. El cuerpo lo ‘sabe’ y el cerebro emite las señales correspondientes. No ocurre cuando no es tiempo.
Desde hace un par de meses había sonado el despertador biológico en Riosucio, donde el precarnaval va de julio a diciembre, cuando las noticias de la lejana pandemia se hicieron cada vez más cercanas. Los riosuceños pedían a su inspirador y risueño Diablo obrar a manera de conjuro, ahuyentando el virus y propiciando el festejo.
Pero llegó la orden de guardarse, tomó forma un temor siempre presente, el de no poder festejar. Si no se tomaba la decisión, vendría la prohibición superior, con amenaza de sanciones y recordatorio de que hoy es delito vivir en sociedad.
Siendo como es la fiesta una democracia llamada República del Carnaval, con presidente, alcalde y canciller que parodian las formas políticas (hasta en incapacidad y corrupción, a veces), la decisión deberían tomarla los celebrantes. El sábado pasado hubo asamblea virtual para debatir el asunto.
Algunos temieron que se impusiera un grupúsculo de falsos expertos que proclamaba: “Se hace Carnaval por encima de lo que sea”. Una guarocracia de falsos rituales que deforman el sentido de la fiesta.
Por fortuna, prevaleció la sensatez. Menos en uno, que se opuso al aplazamiento para no perder unos recursos municipales ya destinados a políticas urgentes de salud.
Aun en Carnavales “normales”, la infraestructura administrativa municipal es insuficiente: un Riosucio de unos 30.000 habitantes, los días de Carnaval alberga 120.000, o más. Se vuelve un pueblo inmanejable, insostenible, incomunicado y desabastecido.
La multitud venida de todas partes trae cada dos años enfermedades respiratorias para las cuales los riosuceños carecen de defensas naturales. Alegremente las denominan “el abrazo del Diablo” y se han contrarrestado con aguapanela con limón.
Pero el tal abrazo es cada vez más asfixiante: en 2017 hubo la epidemia fue una cepa nueva de gripa, desconocida. En 2019 cundió la neumonía atípica. El hospital se abarrotó y algunos casos fueron tratados a domicilio, con enorme riesgo. ¿Qué sería de Riosucio con coronavirus de por medio? Causa neumonía atípica...
Conscientes, los riosuceños no solo postergaron el Carnaval, sino la decisión de señalar fecha de celebración. La pandemia trajo consigo la incertidumbre.
Es la primera suspensión en 61 años, desde cuando se decidió hacer bienal la fiesta. Durante la primera mitad del siglo XX fue anual y en veinte ocasiones no pudo hacerse, casi siempre por las violencias. Pero la inspiración y la esperanza no desaparecieron.
Ahora se propuso hacer algunos actos matachinescos por medios electrónicos. Pero, un carnaval virtual sería como tener sexo por wasap: la calle vacía equivale a estar solo uno en la cama.
Sin embargo, la suspensión puso en relieve lo endeble de una estructura organizativa signada por el “desánimo de lucro”, sin ingresos posibles, endeudada por administradores irresponsables precedentes y se debe comenzar de cero cada dos años, como si acabaran de fundarla. Quedan los actuales en el limbo económico, enfrentados a prestamistas de dudosa pelambre.
El receso podría servir para reeducar, combatir la inconsciencia colectiva y poner de nuevo el ritual por encima de la parranda. ¿Pero, cómo?
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