La verdadera historia rara vez contiene epopeyas, héroes sobrehumanos o caudillos electrizantes. Los protagonistas de hechos que marcan el devenir de una sociedad, suelen ser personas que pasan casi inadvertidas, por no ser conscientes de la importancia de su misión o por no ambicionar fama, gloria, ni riquezas.
Éste podría ser el caso del médico Hernán Duque Estrada, cuyo nombre todavía suscita admiración en los hospitales manizaleños. Nació en Aguadas en el ya lejano 8 de octubre de 1927. Se crió en San José, primer barrio residencial de Manizales, y estudió en la Universidad Nacional de Bogotá, de la cual se graduó en 1954. Durante dos años y medio en la base fluvial de la Armada Nacional en Apiay, Meta, aprendió a ‘trabajar con las uñas’. Carente de equipos, medicinas ni implementos, cerraba heridas con pegante industrial.
Además de médico profesional, forzado por la necesidad se volvió carpintero, electricista, pintor, mecánico y oficios varios de instrucción empírica. Su inagotable curiosidad lo impulsaba a experimentar consigo mismo, probando en su piel el filo de bisturíes y cuchillos; o tomando con sus dedos la temperatura del aceite.
Nada presagiaba el anestesiólogo. Cuando en 1957 empezaron los posgrados en Cali, fue uno de los primeros seis médicos admitidos. Jamás entendió por qué, decía, pues no era una especialidad particularmente atractiva.
Trabajaba en Tuluá, donde supo que en el Hospital Universitario de Caldas y el Hospital Infantil necesitaban anestesista. Decidió venir a Manizales, donde vivía su novia y futura esposa. Lo del Universitario no prosperó y, arriesgándolo todo, se vinculó con el Hospitalito a medio tiempo. Debió trabajar día y noche: “Me vine de esclavo”, decía.
Su especialidad era casi primitiva entonces. Como la anestesia epidural no podía administrarse por períodos prolongados, Duque improvisó un catéter con un delgado cable telefónico; como era muy flexible, insertó una cuerda de tiple. Una vez entraba el cable en la médula, retiraba la cuerda. Su método fue usado en numerosos quirófanos de Colombia, hasta cuando empezó la importación de catéteres. También reparaba máquinas de anestesia e instrumental quirúrgico.
Años después decía: “Me tocó improvisar, innovar, aprender, enseñar. No teníamos herramientas para trabajar, teníamos que inventar. ¿Cómo no se nos morían los pacienticos?”.
A la par de su increíble ingenio, ejercía la medicina con criterio humanístico: llamaba a los pacientes antes de la cirugía; los visitaba después de salir de quirófano; volvía a llamar para saber cómo estaban. Además, defendía a las enfermeras cuando las maltrataban. Años después de retirarse, lo saludaban en la calle antiguos subalternos, para decirle que sus mejores años laborales fueron con el doctor Duque.
Inculcó sus principios a los discípulos de medicina en la Universidad de Caldas, e hizo del Hospitalito un centro de formación en anestesia pediátrica. Lo único que no enseñó fue algo de lo que en ocasiones dio muestras: trabajar gratis. Como cuando atendió de manera gratuita a unas monjitas de La Visitación y ellas pagaron con enormes porciones de jalea de guayaba. Pero el doctor era tan reservado, que la familia se enteraba de tales gestos cuando llegaban las golosinas.
Su vocación por la enseñanza estaba tan arraigada, que montó cátedra de billar en el Club Manizales. Algunos principiantes lo buscaban y él disfrutaba revelando secretos que los ases del taco preferían guardar. Dicen que fue magnífico profesor.
Ya retirado del ejercicio médico, se dedicó a reparar cuanto aparato cayera en sus manos. Menos un computador, “por temor a desconfigurarlo”. Se atrevió cuando tenía ya 86 años, asombrándose ante el mundo que se abrió ante sus ojos.
Al mismo tiempo, ejercía su incontenible humanismo consintiendo a los empleados del supermercado cercano a su casa. Decía que tienen jornadas laborales muy extensas y les llevaba algo de comer, sobre todo en días fríos. Cuando entraba a hacer las compras, de todos los puestos salían a saludarlo.
El paso de los años fue agotando el organismo de Hernán Duque Estrada, pero su espíritu resistió hasta donde pudo. Su vida se apagó el miércoles 5, a los 92 años de edad. Se fue callado, sin aspavientos; tal y como vivió.
Su legado debe recordarse. Es parte de la historia médica de Manizales. Escribió un extenso capítulo en silencio.
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