Los más informados analistas políticos aseguran que Iván Duque sí es presidente de Colombia. Sesudos abogados constitucionalistas confirman que cumple con los requisitos: es colombiano de nacimiento, ciudadano en ejercicio y mayor de 30 años, como estipula el artículo 191 de la Constitución. Y carece de inhabilidades legales. Nada más. No tuvo exigencias académicas, ni siquiera saber leer y escribir, así no ejerza. Ah, obtuvo los votos suficientes.
La duda surge con sus escasas y casi siempre infortunadas apariciones públicas, en las cuales habla como precandidato, carece de dotes de líder y le faltan firmeza e información. Es más proclive a meter las patas por posar de gracioso, que las manos en los asuntos de Estado.
La posible creación del Ministerio del Deporte dista mucho de ser suficiente mérito para ganar su primer año en Casa de Nariño. Y es imposible que en cinco días que faltan para completar el tiempo, haga lo que no hizo en 360.
Pero una cosa es llenar los requisitos formales y otra poseer el de fondo: capacidad de gobierno. Ya no hay que tenerla para ser presidente. El vacío se ha hecho cada vez más notorio en los recientes 50 años, porque la palabra ‘estadista’ hace muchos años dejó de ser condición imperativa para ejercer. El último que la ostentó fue Misael Pastrana (1970-1974), sin alcanzar las dimensiones de Enrique Olaya, López Pumarejo, Alberto Lleras y Carlos Lleras.
Después de ellos, por el palacio presidencial han desfilado inquilinos que si no pudieron acabar con el país, fue por su misma incapacidad. Hasta para hacer el mal es necesario el talento. Vistos en retrospectiva, avergüenzan:
López Michelsen, hijo del otro López, ganó con la promesa de establecer el divorcio civil, atrayendo a las urnas a los mal casados. Cumplió y encimó la ‘ventanilla siniestra’ del Banco de la República, un lavadero oficial de dólares que entregó la economía al narcotráfico. Con el lema “lo que no está prohibido, es legal”, pisoteó la ética.
Luego subió Turbay Ayala, para solaz de los humoristas y desgracia del país. Llevó “la corrupción a sus justas proporciones” y con el Estatuto de Seguridad quiso imponer el ya desueto macartismo estadounidense.
La señorial y humanista ineptitud de Belisario Betancur devolvió algo de dignidad a la primera casa de la Nación, pero fue doblegado por una escalada de violencia, guerrillera, mafiosa y política. Debió afrontar el holocausto del Palacio de Justicia y la tragedia de Armero y Chinchiná.
Virgilio Barco llegó y se fue entre las tinieblas del Alzheimer. Nunca supo de las masacres de Tacueyó, Pozzeto, La Mejor Esquina, Saiza y Segovia; asesinatos de periodistas, altos oficiales de la Policía, el Procurador General y tres candidatos a la Presidencia; carros bomba y el derribamiento de un avión comercial por el Cartel de Medellín.
César Gaviria jamás hubiera sido presidente, de no ser por el homicidio de Luis Carlos Galán. Los colombianos lo eligieron creyendo votar por el muerto y en reciprocidad el pereirano introdujo el neoliberalismo, pensando que era el Nuevo Liberalismo. Hoy el país es mera sucursal de multinacionales españolas.
Ernesto Samper dedicó cuatro años a desvirtuar lo que millones de colombianos sabían de su moral, pagando con dineros públicos. La creación del Ministerio de Cultura fue la excepción que confirma la regla. Su delator, Andrés Pastrana, fue premiado promoviendo su triunfo electoral y él devolvió el favor pignorando territorio a las Farc, para que afianzaran su régimen de terror.
Los primeros golpes de autoridad de Álvaro Uribe devolvieron esperanza al país, pero cayó en megalómano autoritarismo de vindictas personales. Castigó a Colombia dejando a Juan Manuel Santos, quien promovió endeble paz con la guerrilla, solo para lagartear un desgalichado Nobel de Paz, que no mejoró su pobre condición humana y desvalorizó el galardón.
Uribe quiso gobernar por intermedio de Duque, quien fue elegido por miedo a Petro. En un año rebajó la Presidencia a menos de lo que fue con Pastranita y Santos. Entre todos la volvieron ostentoso e inútil puestecito, al que puede llegar un cualquiera… como ellos. Y lo triste es ver cómo quienes se llaman a derecho de ocuparlo, son iguales y aún peores.
De veras, ¿Colombia tiene presidente?
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