El más reciente embate de la insaciable voracidad monetaria de Sayco, se enfiló contra el indefenso folclor musical campesino. Las fuerzas de choque de la tenebrosa entidad irrumpen en actos culturales, intimidan y casi extorsionan a los depositarios del patrimonio comunitario. Las presentaciones de los artistas empíricos tienen significado más profundo que las interpretaciones académicas profesionales.
Cuando se intenta explicar que son obras folclóricas anónimas, los alcabaleros arguyen: “Son anónimas, pero cuál es el autor”. En su mentalidad, canción equivale a cobro, sin importar si hay o no derechos.
En la arrogante ignorancia musical imperante en Sayco no hay obras anónimas. Las denominan “por identificar”, porque suponen que obligatoriamente debe haber compositor. No entienden que el anonimato se debe a que el folclor es colectivo y espontáneo. Otra cosa es cuando terceros lo toman (o lo roban), sacando adaptaciones que registran como propias. Ya no es folclor, sino proyección folclórica. Tales raponazos son celosamente custodiados.
También ignoran felizmente que “la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual intentó aprobar un tratado regulador del folclor. Imperó el sentido común y se decidió que el folclor sería de titularidad colectiva. Sus expresiones pertenecen a la comunidad y no son susceptibles de apropiación a través de la propiedad intelectual”, escribió el historiador de arte Javier Martínez de Aguirre. (Ver https://propiedadintelectualhoy.com/tag/folklore/).
¿Los dineros obtenidos de quienes no tienen porqué pagar, paran en los bolsillos de quiénes? Ya fallecieron los dos grandes usufructuarios, compositores con obras propias y con obras apropiadas. Entretanto, las regalías para los no afiliados se quedan en Sayco, por muy famosos que ellos sean.
Otro peligro que le resulta a la cultura.
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Cacareada intolerancia: una pareja que va dos veces al año a la isla francesa de Oleron, demandó a una campesina porque el gallo de su corral canta muy temprano. Pidió a la justicia encerrar el ave durante la noche.
“Hoy denuncian el cacareo, y mañana ¿qué será? ¿Las gaviotas? ¿El ruido del viento? ¿Nuestros acentos?”, pregunta el alcalde de Saint Pierre de Oleron. Su colega de la localidad de Gajac publicó una carta en la cual defiende los “derechos” de las campanas de las iglesias a repicar, de las vacas a mugir y de los burros a rebuznar, dice la nota de AFP. Para protegerlos, pidió declarar “patrimonio nacional” los sonidos del mundo rural.
El burgomaestre considera “humillante para una persona del mundo rural ser demandada por alguien que viene de fuera”. Y comparó: “Cuando voy a la ciudad, no les pido que retiren los semáforos y los coches”. Con acertada ironía, dijo que quienes se quejan de los ruidos y olores del campo son unos “ignorantes que descubren que los huevos no crecen en los árboles”.
Éste no es el primer caso: una pareja del Perigord francés fue obligada por sentencia judicial a tapar un estanque, tras ser demandada por el croar de las ranas. “Es inaceptable que quienes no son de aquí traten de imponer sus costumbres a expensas de la vida rural”, declaró un político comprometido con su comunidad. (Algo impensable en Colombia).
El ribete pintoresco del episodio no debe distraer la atención del asunto de fondo: el choque entre lo urbano y lo rural. Gente contaminada de ciudad que no soporta los sonidos de la naturaleza y que por lo mismo, busca destruirla pidiendo reglamentar los ciclos naturales, porque les son extraños.
Y que la lejanía tampoco minimice: en 2014, el Consejo de Estado colombiano sentenció que las campanas de las iglesias no pueden sonar a más de 70 decibeles en el día y de 60 en la noche: “Pueden afectar el derecho a la intimidad de quienes residen cerca”. No importa si suenan desde hace 200 años o el demandante acaba de trastearse. De eso se pegó una… ciudadana manizaleña para acallar el campanario de Palermo, en 2016.
Lo curioso es que a tales intolerantes -franceses, españoles o manizaleños- no les afectan “el derecho a la intimidad” los estruendosos bafles de los almacenes de cargazón o de los carros-calzoncillo (llevan dentro dos pelotas bamboleándose), ni el humo del acpm, ni la violencia intrafamiliar. Para protegerlos de la naturaleza hay jueces cargados de títulos, escasos de conocimientos y vacíos de sentido común.
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