Los violentos enfrentamientos entre vándalos y Policía en Cali malograron la protesta pacífica de miles de ciudadanos, que rechazan el nefasto, corrupto e incompetente gobierno. Las explicaciones al desbordado furor se centran en la desigualdad económica y la falta de oportunidades, pero omiten el odio de los atacantes, también evidente en quienes atizan el fuego desde las redes sociales, imbuidos de voceros de la “gente de bien”.
Es un problema racial, social y cultural de viejísima data. Periódicamente estalla con estruendo, como cuando la Revuelta del Perrero de 1848, bajo el lema “¡Aquí nadie manda sino el pueblo!”; la cruenta toma de 1876 y algunos paros universitarios. Estallidos propios de gente oprimida, esclavizada.
Durante cuatro siglos, Cali fue residencia de unos cuantos blancos medianamente ilustrados, dueños de inmensas plantaciones de caña de azúcar y hatos ganaderos, enriquecidos con el trabajo de muchos esclavos negros, a quienes consideraban propiedades. Al empezar la industrialización de la caña en los años 1930, llevaron de Bogotá, Antioquia y el Gran Caldas técnicos y administradores para montar los incipientes ingenios, porque a algunos dueños les parecía denigrante el trabajo, o no sabían.
Fue la simiente de una eventual clase media, hasta entonces inexistente. Pudo servir de puente entre dos polos opuestos, pero no consolidó, porque algunos se enriquecieron tanto, que entraron a la élite. Otros se sienten parte. Innumerables fueron absorbidos por la clase trabajadora que se multiplicó en los siguientes 50 años, atraída por la sobreoferta laboral.
Las invasiones de Siloé, el Distrito de Aguablanca y otras crecen con oleadas de gente proveniente del Pacífico, que sobrevive con trabajos informales. La apertura de la Autopista Suroriental terminó de dividir la ciudad: el oriente para los pobres; el oeste para los ricos. Durante 26 años muchas veces escuché decir a caleños viejos: “Cuando yo era joven, aquí no había tanto negro”.
Todavía hoy, los cargos ejecutivos son para mandar y no para trabajar; abusar del poder y maltratar a los subordinados, en lo laboral y lo personal. Se hace en público, para exhibir poder y humillar. Todavía se recuerda cuando una de “las mujeres más poderosas del Valle del Cauca” fue fotografiada para una revista. Al fondo, a manera de decoración, aparece una humilde negra con uniforme de servicio doméstico, bandeja con tazas y cafetera de porcelana en mano. El contraste sirvió para resaltar la alcurnia de la protagonista.
En las redes afirmaron que se había regresado “a las épocas de la esclavitud”. La explicación del ama confirmó que no había salido, porque “le pareció muy bueno que en Cali trabajáramos con personas de color”. Era 2011, no 1750.
Otro símbolo del elitismo caleño es un colegio privado para educar a herederos. En toda su existencia no ha diplomado a nadie que hiciera algo útil por la sociedad. Casi todos disfrutan de ingentes recursos.
También hay en Cali hay numerosas fundaciones para ayudar a los desposeídos, quizás más que en cualquiera otra ciudad. Algunas muestran admirables resultados. Pero no faltan quienes las usen para cubrir su racismo con una máscara de solidaridad.
En pocas ciudades, la clase alta ha sido tan perjudicial como en Cali. La acumulación de recursos, la ostentación de poder y el racismo (incluido el de los negros acomodados contra los negros pobres), fomentan una creciente masa de excluidos, humillados y enojados. Esto explica los altos índices de violencia: se asesina para robar un celular. La sevicia es señal de ira, así homicida y víctima nunca se conocieran.
Cali es un polvorín social y revienta cada tanto. Los estallidos son cada vez más estruendosos, pero al parecer nadie los escucha.
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