La velocidad a la que avanzan los desarrollos tecnológicos muchas veces nos desborda. En mi caso, me tocó ver televisión en blanco y negro en un mueble barrigón de tubos, pasar a la TV a color, a las pantallas cada vez más grandes y delgadas UHD; de las antenas con tapa de olla en el techo de las casas, a parabólicas, a lo satelital y lo digital… a las pantallas de celulares. Equipos que también desplazaron a las cámaras fotográficas, sus lentes y sus rollos. A los teléfonos que tenían mesa propia en las casas porque iban acompañados de agendas, libreta de notas y directorio. Y a los telegramas. Todo en menos de 40 años. Casi que un cambio por lustro.
Pero no veo a nadie llorando por la empresa Kodak, que hasta la década de los 70 dominó el mercado (90% de los rollos que se vendían en el mundo eran de la empresa de la familia Eastman), pero quebró en 2012 porque no supo entender la era digital de la fotografía. Tampoco veo condescendencia con los instaladores de antenas parabólicas, que entre 1988 y 1995 decoraron las ciudades con sus enormes platos. Ni con los empleados de Telecom, que se pensionaban jóvenes y que prefirieron la burocracia al desarrollo. Todos cayeron víctimas del vertiginoso cambio tecnológico de un mundo posmoderno a uno digital e hiperconectado.
Es la ley de la selva a un like de distancia.
Por eso tampoco hay que llorar por los taxis que ven en Uber y otras aplicaciones similares el fin de su oficio. Si se sienten amenazados es porque algo están haciendo mal: desde el mal servicio (sí, aquí en Manizales me han dicho en un par de ocasiones que “por allá no van”) a la falta de conexión con la realidad nacional (no apoyar el paro, que en un comienzo buscaba beneficios para todos los colombianos, por la mezquindad de un tipejo como Hugo Ospina, líder de los taxistas). Se aferran a argumentos legales, pero anacrónicos, para defender su trabajo, pero el mundo actual demanda otra clase de servicios.
Quienes hemos usado Uber, por ejemplo, sabemos que a través de la aplicación podemos elegir de antemano la ruta, el tipo de vehículo y cómo se pagará el servicio. Si viajamos con niños pequeños, hay ubers con silla adecuada para ellos. Y conductor y usuario conocen la tarifa, por lo que se evitan inconvenientes. Nada de taxímetros adulterados o “me hubiera dicho que pagaba con un billete de $50 mil, gonorrea; me descuadró todo” (lo último me sucedió hace poco).
Fue un error del gobierno de Iván Duque ceder ante las pretensiones de Ospina y su mafia, y dejar que se vaya del país la aplicación tecnológica de origen estadounidense. Es ir en contra de su política de desarrollo tecnológico. “Como país, tenemos una actitud timorata frente a la tecnología y tenemos problemas de regulación fatales”, dijo un valiente Duque candidato, en 2018, hoy timorato e incapaz de regular estas plataformas. Además de sometido - por conveniencia - a la presión amarilla.
Uber y sus similares son aplicaciones que están al servicio de la comunidad y que uno verá si usa o no. Es la oferta y la demanda del modelo neoliberal que promulga este gobierno, pero que prefiere el monopolio y condiciones de unos caciques del transporte; sujetos cerrados y trancados por dentro a los avances que hay en el mercado. Sordos a lo que quiere la gente. Y estúpidos por no adaptarse, como le sucedió a Kodak.
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