Bastaba con ver los frutos para darse cuenta de que las tres ramas del poder en Colombia estaban podridas. Campañas presidenciales -la de Santos y la de Zuluaga- permeadas por dineros de Odebrecht; el Congreso es un nido de hampones que semana a semana nos alimenta con escándalos de corrupción; y de manera reciente salió a la luz los testimonios que dan fe de que hay magistrados que cobran millones y millones de pesos para dilatar algunos casos o fallar a favor de otros pillos.
Era evidente que en muchos escándalos nacionales había un trasfondo de favores y prebendas, pero faltaban las pruebas. O el sapo. Lo triste es que ahora tengamos que agradecerles a bandidos como el exfiscal anticorrupción Gustavo Moreno o el exgobernador de Córdoba, Alejandro Lyons, que delaten a otras ratas y destapen las ollas podridas que tienen a gran parte de este país jodido.
Pero más patético es que el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Rigoberto Echeverry, diga que el problema de la corrupción “es de la sociedad colombiana y de las personas”. ¡Puto caradura!
Lo digo con indignación, porque es injusto echar a todos los ciudadanos en la misma canasta con estos bandidos. Y si el país ha caído tan bajo es porque estos mal llamado líderes -jueces, políticos, dirigentes y empresarios- no estuvieron a la altura de su dignidad. Se vendieron. Y, para arreglar todo a su favor y parecer honestos, jugaron con las normas y torcieron las leyes. Ellos dan el mal ejemplo del “todo vale” y que para obtener impunidad solo se necesita billete y abogados rapaces.
Ahora, como la situación tocó fondo (una vez más), este magistrado asegura que este lío se soluciona con una nueva Constitución. Su propuesta es apoyada por otros miembros de la rama judicial y un coro integrado por miembros del legislativo y el ejecutivo que ven en esta opción la posibilidad de pescar en río revuelto.
Piénselo. Una nueva constituyente en este momento de polarización y corrupción es abrirle las puertas a la redacción de una Carta Magna populista. Una en la que las ideas homofóbicas, oscurantistas, fanáticas y retrógradas, como las propuestas por personajes como la senadora Viviane Morales o el exprocurador Alejandro Ordóñez, pueden entrar. Una en la que las minorías podrían perder representación. Una en la que los bandidos sean indultados y la memoria se pierda. Una en la que la mordaza a los medios de comunicación se aplique para no incomodar a los poderosos. Una en la que dejemos de ser un país laico para consagrarlo a la madre Laura Montoya.
No hay duda en que es urgente sacudir la estructura del Estado Colombiano, pero no acabando con la Constitución del 91. Este ordenamiento fue visionario e incluyente; y, aunque ha requerido reformas, no pierde vigencia. También tiene las herramientas para sancionar y controlar al ejecutivo, al legislativo y al judicial, pero la corrupción no ha dejado que se usen debidamente.
En este momento plantearse una nueva Constitución es darle el papayazo a más de un pillo de cambiar las normas a su favor. De hacer promesas para conseguir votos en las próximas elecciones presidenciales y al Congreso. Es darle el chance a las manzanas podridas para que de sus semillas corruptas nazca un árbol torcido.
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