Mucho se ha dicho sobre la situación financiera de las universidades públicas en Colombia. El Artículo 67 de la Constitución Política establece la educación como un derecho de la persona y un servicio público que cumple una función social. Por su parte, la Ley 30 de 1992 señala que el presupuesto anual de las universidades se actualice acorde con la inflación. No obstante, en los cálculos no se considera el incremento en los costos por el crecimiento de las universidades. Claramente es una quimera pretender un óptimo funcionamiento con una base presupuestal actualizada a pesos constantes.
Una mayor cobertura, unida a una oferta de programas de pre y postgrado más amplia conlleva a un incremento en el número de docentes y la maximización de su productividad académica, lo que redunda en mayores gastos operativos. A esto se suman los costos derivados de los procesos de mejoramiento de la calidad educativa, así como las respectivas acreditaciones. En últimas, las normas de financiación establecidas en los 90 se han quedado cortas para atender la nueva realidad de las instituciones de educación superior en el país.
Un estudio publicado hace poco por la consultora Fitch Ratings indica que las universidades públicas tienen una deuda neta inferior a cero. De igual modo, señala que se “cuenta” con algunos recursos disponibles para enfrentar un servicio a la deuda, con un bajo riesgo financiero. De esto, hay que recalcar que se trata de recursos con destinación específica, limitándose su uso para el pago de desbalances operativos (funcionamiento).
En estas circunstancias, se hace necesario poner en marcha un plan de salvamento, y yendo más allá, diría que un plan de eficiencia administrativa y productividad que permita a la universidad mantener los programas de crecimiento y mejoramiento continuo de la calidad académica. Sin duda alguna, dicho plan debe ser producto del esfuerzo conjunto del Gobierno nacional, los entes territoriales, las administraciones universitarias, los académicos y los estudiantes.
Como se recordará, en diciembre pasado, tras un proceso de negociación con estamentos universitarios, el Gobierno amplió la base presupuestal para las universidades, lo que permitió iniciar este año con 3,50 puntos adicionales al IPC y en cuyo marco se prevé finalizar con 4,65 puntos adicionales en 2022. Recursos que, de entrada, están destinados a fortalecer la base presupuestal y recursos adicionales para sanear pasivos e inversión. A través de la Federación Nacional de Departamentos, y en línea con los recursos obtenidos vía regalías, las regiones también han hecho su aporte al fortalecimiento institucional y muy especialmente a los procesos de investigación. Aunque se trata de esfuerzos loables, éstos no solucionan los faltantes presupuestales que enfrentan las Instituciones de Educación Superior.
En estas circunstancias, en las universidades tenemos el reto de repensarnos e ir más allá de lo habitual. La implementación de programas de regularización del gasto no es suficiente para atender la coyuntura. Por eso, a las fórmulas puestas en marcha para hacer uso eficiente de los recursos, urge adicionar programas de reconversión académica y financiera, que nos permitan obtener el capital requerido para financiar un mayor cubrimiento y una educación integral a la altura de la responsabilidad que, como institución referente, tenemos con la sociedad. Los invito para que juntos, asumamos la tarea.
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