El martes me sacaron sangre. Como no salgo fue lo más novedoso que me pasó esta semana. A las 6:45 a.m. ya había fila, cada uno separado por dos metros. Desde los 10 metros oí las temperaturas: 35, 36, 34,5. Yo marqué 35,1. Sería el frío, o que todos estamos medio muertos: de tedio, miedo, ansiedad, incertidumbre, encierro.
Para dejarme entrar llenaron un formulario: nombre, cédula, teléfono, edad, ocupación, estado civil. ¿Tiene covid? ¿Conoce a alguien diagnosticado? ¿Tos? ¿Fiebre? ¿Diarrea? ¿Dolor de cabeza? ¿Diabetes? ¿Sobrepeso? ¿Hipertensión? Los íntimos datos clínicos se gritan sin pudor. Todos contestamos “no” a todas las preguntas. La burocracia de la bioseguridad funciona, aunque dudo de su efecto preventivo: se necesita valentía para confesar el pecado de una jaqueca en una sala llena de gente con tapabocas, que abre mucho los ojos ante cualquier estornudo. A este nuevo tribunal inquisidor se le responde lo que espera oír.
Recordé las cabinas de inmigración: ¿Alguien le empacó su maleta? ¿Trae drogas? ¿Productos químicos, animales o plantas? ¿Explosivos o armas? ¿Más de 10.000 dólares? Nadie arriesga la entrada por un “sí” temerario que lo convierta en sospechoso.
Pasé al cubículo y mientras encontraban la vena vinieron más preguntas: ¿Por qué le mandaron los exámenes? ¿Está embarazada? ¿Cuándo fue su última menstruación? A un señor de otro pasillo le preguntaron ¿Tuvo relaciones sexuales en los tres últimos días? Con voz resignada dijo “no señorita”. Todos oímos las respuestas de todos.
La nueva normalidad consiste en vivir entre pantallas y virtualidad y someterse a que el contacto físico exija certificar que somos cuerpos irreales, perfectos y asépticos. “Tengo un cuerpo sin tos, fiebre, ni retrasos. Soy asintomático”. Se deja constancia en la puerta de laboratorios clínicos y centros comerciales.
La nueva exclusión (in)humana consiste en no aprobar el test.