Hace muchos años dejé de creer en la existencia de algún dios o del más allá. No me enorgullece ni me avergüenza. Es apenas una parte de lo que me define cómo ser humano: soy atea, mujer, mamá, columnista, mestiza, estudiante, abogada, lectora, trabajadora, crespa, twittera, conversadora, floja deportista, mala cocinera y peor televidente. Soy la mixtura de múltiples variables y es imposible definir a alguien por un único rasgo.
Crecí en una familia católica, apostólica y romana, con papá que estudió para diácono y educación en colegio y universidad del Opus Dei. Siendo niña leí un librito de tapa verde sobre Santo Domingo Savio y durante años quise ser santa: iba a misa entre semana a la iglesia de Los Dolores, rezaba el rosario, me confesaba de pecados veniales y tenía fe en que si cultivaba mi fe Dios me escucharía.
Luego empecé a trabajar, tuve nuevos amigos, vi mucho cine, leí y comencé a sentir que la religión era un aspecto de la vida que me interesaba cada vez menos. Fue un proceso lento e íntimo que no argumentaré porque no tengo intenciones de convencer a nadie: orar le da sentido a la vida de millones de personas, incluyendo parientes y amigos a los que quiero mucho, así que respeto la opción que cada cual elige para sentirse bien, feliz o tranquilo, de la misma manera en que espero que respeten la mía.
¿Por qué hago estas infidencias? Porque no me considero foco de violencia ni de inmoralidad, pero esta semana supimos que la Esap y la Oficina del Alto Comisionado para la Paz ofrecieron un diplomado sobre “Paz, convivencia y cultura de la legalidad”, en el que usaron una cartilla que define el ateísmo como “pilar de la ideología progresista” que “ha generado y multiplicado las formas de violencia” y conduce “al extravío moral y en algunos casos al suicidio”.
La libertad de cátedra no estira tanto. El autor de la cartilla puede profesar el credo que desee, pero no puede convertir la educación en catequesis ni usar recursos públicos para producir material falso y ofensivo para una parte de la población. Con la Constitución de 1991 Colombia se definió como estado laico y logró la separación Iglesia-Estado. Eso significa que cualquiera puede declararse católico, cristiano, mormón, budista, taoísta, musulmán o lo que quiera, o reconocerse como agnóstico o ateo sin ser señalado o perseguido por ello.
La libertad de cultos permite que cada cual profese la creencia religiosa que quiera, pero exige que se respete la decisión de los demás. Insistir en evangelizar al que ya manifestó que es ateo es una intromisión tan indeseable como la que puede sentir un creyente al que otro molesta por ir a misa.
Aunque la Esap retiró la cartilla, reconoció que falló al no revisar su contenido y ofreció disculpas, la discusión es pertinente porque la hostilidad hacia los ateos no es excepcional: surge en colegios, entornos laborales o ámbitos familiares que hacen difícil “salir del clóset religioso” para quien así lo desea. La paz, convivencia y cultura de la legalidad empiezan por respetar las diferencias ideológicas, políticas, étnicas, sexuales y religiosas y por acatar el marco normativo que nos permite ejercer nuestra libertad. Lo demás es fanatismo.
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