En 15 días amaneceremos inundados de publicidad política que prometerá que ahora sí, en tres meses, nuestra vida será distinta, mejor, más feliz: la dicha anhelada está allí a la vuelta de la esquina, al alcance de nuestro voto el último domingo de octubre.
Si quieren una foto bonita de su barrio tómenla hoy. En dos semanas estaremos tan llenos de pendones, vallas y carros con calcomanías que será difícil encontrar un poste limpio o una cuadra sin la sonrisa omnipresente de ese padre de familia que promete cuidarnos como si fuéramos sus hijos. Fíjense bien: como la enorme mayoría de quienes pedirán su voto son hombres, algunos tratarán de disimular ese bochornoso hecho político haciéndose fotografiar al lado de esposas, hijas, madres o mujeres del común. Es importante que el electorado femenino, que es más de la mitad, no note que ellos son los que nos han mandado, mandan y seguirán mandando.
A otros (y sobre todo a otras) ese hecho les parece una nimiedad.
Vendrán también los muchos debates sobre distintos temas, en los que saldrán todo tipo de promesas. Hace cuatro años, por ejemplo, le oí a un candidato que la solución para cerrar la brecha educativa entre los colegios públicos y privados era traer a Caldas profesores de Finlandia porque allá lo lograron. No explicó eso cuánto vale, ni si la realidad caldense tiene algo en común con la escandinava, pero eso no importa: una candidato en campaña es un prestidigitador que saca promesas del sombrero y entre más efectistas sean mucho mejor.
En eso consiste el estupro electoral: en prometer para ganar y después de haber ganado incumplir lo prometido.
Con promesas utópicas han triunfado centenares de mandatarios. Bogotá lleva décadas eligiendo alcaldes en campañas que se centran en el metro, que lo único que tiene hasta ahora es gerente y estudios. Acá pasa lo mismo: los temas para la elección de gobernador giran en torno a Aerocafé, Tribugá, el Puerto Multimodal de La Dorada, la reactivación del tren a Santa Marta, la transversal del oriente y otra cantidad de proyectos que quizás porque los oí desde mi infancia me parecen tan fantasiosos como los cuentos de Blancanieves y Caperucita Roja.
En la campaña pasada un candidato propuso cable aéreo hasta Bosques del Norte y entonces el contendor, para no quedarse atrás, dijo que mejor un tranvía. Vimos vallas con el cable y el tranvía. También se habló de un cable aéreo que conectara a Manizales con Chinchiná y ya entrados en gastos a alguien se le ocurrió que mejor con Pereira y Armenia. Hubo aplausos en el auditorio. Y votos. Hoy la gente sigue viajando en bus pero no importa: el estupro electoral ya se cometió.
El Manifiesto Democrático de 100 puntos con el que Álvaro Uribe ganó la Presidencia en 2002 prometía eliminar el servicio militar obligatorio. La misma promesa la hizo después Juan Manuel Santos, junto con la de no subir impuestos. Ganaron e incumplieron, como Duque con el fracking y la Consulta Anticorrupción.
Una campaña electoral debería ser un enorme diálogo colectivo sobre asuntos públicos pero me parece que ha mutado en un performance, una puesta en escena en la que los ciudadanos, es decir el público, vemos a los actores personificando candidatos: gente que durante tres meses asume el rol de botar corriente con temas que mueren el mismo día en que pierden o ganan la elección. El que pierde porque perdió, quizás por sincero, aterrizado o por falta de padrinos y plata. Y el que ganó porque, en muchos casos, tan pronto triunfa recuerda que tiene jefes. En una democracia convertida en contratocracia son los padrinos políticos los que determinan cómo se gasta la plata pública, es decir, qué se va a contratar y con quién. Entonces, el nuevo gobernante se estrena en su nuevo papel anunciando que la olla está raspada, que no hay plata para metro, cable, tranvía o aeropuerto pero que hará gestiones en otras instancias: Manizales, Bogotá o Washington, según el caso. Al cabo de cuatro años dirá que hizo lo que pudo.
En quince días comienza la farsa electoral. Dice la Real Academia de la Lengua que la palabra farsa tiene cinco acepciones: 1. Obra de teatro cómica, generalmente breve y de carácter satírico. 2. Acción realizada para fingir o aparentar. 3. En el teatro antiguo, compañía de farsantes. 4. En el teatro antiguo, comedia (obra dramática). 5. Obra dramática desarreglada, chabacana y grotesca.
Advertidos todos: que comience la función.
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