No comparto la nostalgia que de quienes señalan que todo tiempo pasado fue mejor. Entre el pasado y el presente elijo el futuro: servicios públicos, vacunas, antibióticos, derechos para las mujeres y los sectores lgtbi, separación iglesia-estado y estado social de derecho, entre otros.
Hablemos del último punto: del avance que representa el estado de derecho. Hace tiempos (la cantidad de años o siglos varía en cada país) los mandatarios concentraban el poder absoluto: un rey o dictador (incluso elegido por voto popular) dictaba las normas, las ejecutaba y juzgaba a quienes las violaban. “El Estado soy yo”, dijo Luis XIV, rey de Francia que murió de gangrena.
En ciertos debates percibo nostalgia por el Rey Sol. “Los gobernantes ya no tienen pantalones para hacerse obedecer”, dicen. Además de los machos pantalones, me llaman la atención los métodos: para algunos “tener pantalones” significa añorar castigos físicos, torturas, purgas, penas de muerte, cadenas perpetuas, capturas masivas y demás tratos prohibidos por nuestra Constitución.
El estado de derecho deriva de la división de poderes. Montesquieu escribió en 1748 que todos los hombres con poder tienden a abusar y por eso se necesita que el poder detenga al poder. La división en rama legislativa, ejecutiva y judicial responde a esa necesidad de pesos y contrapesos que dividan al poder para controlarlo.
Vivir en un estado de derecho consiste en que no hay poderes absolutos y todos nos sometemos a las leyes vigentes: yo, tú, Él. Aplica para Trump, a quien los jueces le han frenado órdenes de deportaciones masivas de migrantes; para el rey Juan Carlos, quien es investigado en España por pagos en una cuenta suiza; y para los exguerrilleros y paramilitares que se acogen a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) o a la justicia ordinaria, de acuerdo con nuestro ordenamiento.
En noviembre de 2002, cuando Álvaro Uribe estrenaba la Presidencia, Pedro Suárez Vacca, un juez de Tunja, dejó en libertad a dos presos que cumplieron tres quintas partes de su pena. El ministro de Justicia, Fernando Londoño, acusó al juez de pertenecer al cartel de Cali porque los beneficiados eran Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela. Según Londoño, al juez le faltaron pantalones para dejarlos encarcelados, aunque la ley le ordenaba liberarlos.
En un consejo comunitario celebrado en Buenaventura el 26 de octubre de 2006, el presidente Uribe ordenó capturar por narcotráfico al secretario de Gobierno Adolfo Chipantiza. El detenido tuvo que ser liberado porque no había orden de captura expedida por una autoridad competente. En este caso, como en el del juez Suárez, quedó claro que la rama judicial no recibe órdenes del ejecutivo.
Esta semana cinco jueces ordenaron de manera unánime la detención de Uribe. En un estado de derecho esto significa que la rama judicial, siguiendo el debido proceso, halló méritos para privar de la libertad a un ciudadano. Este juicio, como todos, consiste en determinar si una conducta es típica, antijurídica y culpable. Es irrelevante si la gente lo ama, si es buen padre de familia o si la casa por cárcel entristece a la esposa. Las prisiones están llenas de buenos miembros de familia, que se consideran a sí mismos trabajadores y honestos. El derecho penal se ocupa de hechos y pruebas sobre casos concretos, no sobre hojas de vida ni éxitos electorales o profesionales. Esta investigación se limita a determinar si Uribe cometió los delitos de manipulación de testigos y fraude procesal; no es un juicio histórico sobre su gobierno, ni una investigación sobre falsos positivos. Es solo una de las más de 270 causas judiciales que se han abierto contra el expresidente, y se refiere a una denuncia que el propio Uribe presentó contra el senador Iván Cepeda y que hoy sabemos que era falsa.
Vivimos en un estado de derecho y no en un estado de opinión, esa entelequia que el uribismo agita desde 2009 y que busca debilitar las instituciones para imponer la emocionalidad de algunos ciudadanos con el fin de ajustar el Estado a sus intereses, incluso cambiando “articulitos” constitucionales. El estado de opinión por encima del estado de derecho es lo que sueñan Maduro, Ortega, Trump, Bolsonaro y otros. Si no somos como Venezuela es precisamente porque en Colombia opera la división de poderes y los jueces tienen la autonomía para ordenar la captura del hombre más poderoso del país. Para esos jueces: respeto por su labor.
Nota al pie: esta columna cumple esta semana cinco años de publicación ininterrumpida. Gracias al director por el espacio y a los lectores por la paciencia.
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