Una sicóloga me dijo hace unos años que el embarazo es como un embudo. Al comienzo, en la boca ancha de la mente, caben muchos temas: el trabajo, la plata, la familia, el cine, los libros… el bebé que viene en camino es uno más de los cientos de asuntos que ocupan los pensamientos de la futura mamá. Pero sutilmente el bebé empieza a apoderarse de todo el espectro hasta que al acercarse el momento del parto no existe nada distinto en qué pensar. El bebé lo es todo.
Faltan siete meses para la primera vuelta presidencial y ocho para la segunda. Colombia está empezando a gestar su futuro presidente. Todavía caben hoy muchos otros temas en la agenda informativa del país, que van desde la ignominia contra Tumaco hasta la dicha de poder ver a Falcao en el Mundial de Fútbol en Rusia. Pero a medida que avance el tiempo el debate electoral se instalará no solo en los noticieros de televisión, sino en la vida cotidiana: en las charlas de cafetería, en nuestros grupos de Whatsapp y en las ventanas de las casas.
Hasta ahora se han inscrito ante la Registraduría 35 comités para presentar candidatos por firmas y la cifra puede subir. Algunos recurren a este mecanismo porque son ciudadanos anónimos que quieren ser presidentes (hay gente para todo), pero el boom de las firmas refleja la lectura que varios aspirantes hacen de lo que representa el aval de un partido en su ruta hacia el poder: no se trata de un apoyo o respaldo sino de un lastre, un palo en la rueda que es necesario esconder o para conseguir votos.
De acuerdo con la Encuesta Gallup de agosto, el 85% de los encuestados tiene una imagen negativa de las Farc, lo cual es mucho pero hay casos peores: la de los partidos alcanza el 87%. Eso explica la estrategia electorera de recoger firmas para legitimar aspiraciones de candidatos que militan en agrupaciones cuyo tarjetón parece un cartel de “se busca”. Inscribirse como independiente es afín con la marca de candidato salvador, redentor u omnipotente, que resulta vendedora.
No es popular defender a los partidos políticos. Tienen bien ganada su mala fama. Las fronteras ideológicas se han desdibujado tanto que pululan políticos camaleones, que se camuflan bien en cualquier colectividad. Pero los partidos son necesarios y debilitarlos o aniquilarlos equivale a matar al perro para acabar la chanda. Si el problema son algunos de sus integrantes, no tiene sentido que sean ellos mismos los que, sin sacudirse sus vicios o apoyos dudosos, recojan firmas. Me parece un intento deliberado de engañar al electorado, que puede engendrar un problema aún mayor: el súper candidato sin partido, es decir el caudillo, posible primo hermano del tirano.
En 1922 el filósofo alemán Max Weber publicó Economía y Sociedad, un libro clásico en el que describió la dominación carismática. Definió el carisma como una cualidad extraordinaria asociada a dioses, hechiceros o jefes, que promueven una comunicación basada en la emoción y no en la razón. La gente los sigue porque les cree y no los cuestiona: les tiene fe.
Ahora que la sociedad colombiana, en una especie de regresión, ha vuelto a mezclar política y religión, me parece a veces que lo que se espera del próximo presidente no es que sea un gobernante sino un mesías. Alguien con carisma, un atributo sobrevalorado en las campañas electorales: Juan Manuel Santos, sin carisma, pasará a la historia por firmar el desarme de las Farc y ganar el Premio Nobel de Paz, duélale a quien le duela.
Los partidos necesitan cabezas visibles, pero también banderas ideológicas, que son las que permiten construir liderazgos políticos colectivos. El partido es un grupo de gente muy distinta que se supone que se une en torno a ideas comunes y no solo a burocracia. Las posiciones frente al proceso de paz, la educación, ciencia y tecnología, la cultura o las libertades individuales relacionadas con el aborto, la dosis personal o el matrimonio igualitario, marcan diferencias. El votante que se identifica con un partido se reconoce en una línea de pensamiento.
Pero en esta elección presidencial que empieza a gestarse los partidos ya no tienen ese rol. Los candidatos prefieren ignorarlos o esconderlos y al electorado le gusta el aspirante con carisma: el que habla duro, el que tiene talante, el que se muestra como un ciudadano cansado de la corrupción de los partidos, así haya pertenecido a ellos. Suena más vehemente un discurso lleno de críticas que de propuestas.
Trump ganó mostrándose como un candidato antipartido. Chávez también. Fujimori y Bucaram se definían como outsiders. En pocos meses se verá qué clase de presidente estamos engendrando.
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