En su magnífico libro “Guerras recicladas” (que recomiendo a ojo cerrado) la periodista María Teresa Ronderos muestra cómo en este país el conflicto armado que algunos dicen que no existe lleva años reproduciéndose, volviendo a nacer en donde se creía superado. 
Parecemos salamandras, esos animales extraños a los que les amputan un órgano y luego de un tiempo lo regeneran, hasta quedar como estaban. Así es Colombia: discute, debate, toma decisiones y se cree corta males, pero basta un cambio de gobierno o de funcionario para reciclar los debates que parecían superados. Avanzamos en círculos.
Un ejemplo es la discusión actual sobre la fumigación aérea con glifosato, tema que fue polémico en una época pero después no porque el país optó por la sustitución manual de cultivos. Las razones fueron muchas: desde el avión no es posible ver si lo que se fumiga son matas de coca o de yuca, plátano y cultivos de pancoger; hay investigaciones que relacionan el glifosato con enfermedades en personas y animales; es mucho más costoso para el Estado financiar la aspersión aérea que pagarle a los campesinos para que hagan sustitución de cultivos y, además, ha habido compromisos entre el Estado y los campesinos con la promesa clara de que no habrá más glifosato.
Una promesa escrita sobre mármol que se puede romper y eso parece no importar, porque la hizo el gobierno anterior. Acá los compromisos no son de Estado sino de gobierno y entonces cada nuevo mandatario se cree Adán y llega a reinventar la rueda. Habrá fumigación, desplazamiento forzado, comunidades traicionadas y empobrecidas: un caldo de cultivo perfecto para reciclar guerras.
Entre tanto, en los países que venden aviones, fungicidas y armas, la gente sigue consumiendo cocaína mientras ve la guerra contra las drogas por televisión.