El domingo 4 de noviembre antes de las 7:00 a.m. pasaron trotando por mi casa unos soldados que cantaban: "sube sube guerrillero / que en la cima yo te espero / con granadas y mortero / uno a uno mataremos".
Recuerdo la fecha, hora y canción porque lo escribí en Twitter. Fue triste oír jovencitos entonando esa letra violenta y anacrónica en un país que logró la desmovilización de las Farc.
Triste pero no sorpresivo. Los he oído cantar “un pajarito se cayó en la puerta de un convento y las monjas se quedaron con el pajarito adentro. Todos los muchachos tienen en el pecho la alegría y dos cuartas más abajo el cañón de artillería”.
Estos cantos revelan algo acerca de lo que aprenden en los cuarteles, espacios sobre los que hay escasa información: millonarios gastos tienen carácter de “reservado”, muchos documentos se mantienen en secreto por motivos de seguridad y existe una línea de mando vertical y férrea. Así, los asuntos militares siguen siendo casi inexpugnables.
Y sería útil saber más sobre lo que pasa allí adentro para entender en contexto una noticia que leí en LA PATRIA: un señor cuyo nombre no se menciona, que duró siete años en el Ejército, era cabo tercero y se retiró hace mes y medio, fue capturado este martes por la masacre del 23 de noviembre en el Resguardo Indígena de San Lorenzo, en Riosucio, donde mataron a un profesor y a sus papás. Emberas de la zona dijeron que últimamente veían hombres extraños merodeando con armas y uniformes y que “no denunciaban por miedo".
Hay enorme distancia entre cantar y disparar. Algunos cantos de mis vecinos del batallón me producen una mezcla de tristeza y miedo: me recuerdan las dificultades de dejar la guerra atrás.
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