Supongo que a usted también le ha pasado: está en una conferencia, un panel o una charla y hay tres personas en la mesa principal. El moderador abre el micrófono para preguntas del público y en algún momento un señor se adueña de la palabra y advierte que más que una pregunta él tiene una consideración. El espontáneo lanza entonces la perorata que hubiese querido pronunciar desde la mesa principal a la que no fue invitado. Interviene porque se considera más astuto que los panelistas y habla desde la rabia de haber sido omitido.
O está el que, muy circunspecto, le narra una historia rocambolesca sobre un complot orquestado entre varios conocidos para defraudar la empresa en la que trabajan. Lo dice sin pruebas, sin datos y juntando peras con manzanas, pero en épocas de noticias falsas los hechos parecen irrelevantes: lo importante es el estado de opinión. En este contexto usted aparece como un ingenuo o un ciego, y su interlocutor es el astuto que vino a iluminarlo, a sacarlo de su oscuridad.
Los grupos de Whatsapp, una de las formas contemporáneas del infierno, están plagados de astutos: de personas que replican cadenas en las que alertan que guardar los huevos en la puerta de la nevera puede ser mortal; que la ideología de género amenaza las familias (o el castrochavismo o cualquiera de esos mitos de nuestra narrativa local) o que si abre un mensaje que se llama “el baile del Papa”, se formateará su celular. No exagero: esta semana leí estos mensajes. Y así como hay astutos que creen y replican cualquier cosa que reciben, hay otros que se ubican en el extremo contrario: los que alegan que la noticia, el video o la imagen que vemos es un montaje, aunque fuentes serias confirmen su veracidad. Gente que cree que la inteligencia se exhibe en forma de sospecha paranoide.
Hay astutos que explican que en realidad las Farc nunca entregaron las armas que certificó la ONU y las tienen escondidas “por ahí”; o que un complot orquestado desde Rusia promovió el paro nacional del pasado 21 de noviembre o el del próximo 25 de marzo; o que hay un pacto secreto entre Petro y satanás. ¿Pruebas? Las pruebas son para los ingenuos: los astutos atan cabos que los demás, cobardes terrícolas, no osamos juntar.
Los astutos viven en permanente estado de alerta e indignación y cada acción cotidiana la explican con una elaborada teoría de conspiración: Imaginan que las salas de redacción son organizaciones de periodistas que se reúnen a puerta cerrada para diseñar formas subrepticias para manipular a la opinión pública, en una actividad que bordea el concierto para delinquir; consideran que absolutamente todos los políticos, sin una sola excepción, son corruptos, que todos los jueces están vendidos, que en cada persona de izquierda se esconde un guerrillero y en cada persona de derecha habita un paramilitar. Hablan de los políticos, los jueces o los medios como si fueran una única masa de gente homogénea, idéntica y podrida, de la que nadie se salva. Generalizan para evitar los detalles. Y a falta de argumentos hablan desde una fe inamovible, parecida a la del crédulo que ve la milagrosa aparición de la Virgen en una humedad en la pared o en el residuo que dejan en el fondo del pocillo el chocolate o el café, bebidas milagrosas, eso sí.
Hay quienes creen que ser astuto consiste en prejuzgar. Me gusta la duda, por supuesto, y amo la curiosidad que invita a formular preguntas, pero una cosa es vivir con cierta dosis de escepticismo y otra es creerse Sherlock Holmes y habitar de manera permanente en una novela policíaca, en la que en vez de ciudadanos todos debemos presumirnos sospechosos.
En “El traje nuevo del emperador”, el cuento de Hans Christian Andersen, el rey se muestra ante su pueblo con lo que él supone que es el último grito de la moda, sin sospechar que sus súbditos lo ven desnudo. Algunos presumidos lucen así: se sienten astutos y se ven tontos. Y aunque siempre han existido este tipo de personajes, me parece que las redes sociales amplifican su ridiculez.
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