Mi mamá, una de las personas que más admiro en el mundo, tuvo cuatro hijos y trabajó durante décadas. El día se le iba en una extenuante jornada laboral como secretaria y cuando llegaba a la casa la esperaban otra cantidad de tareas agotadoras: revisar tareas, cocinar, oírnos las quejas o las anécdotas, alistar los uniformes y acompañarnos hasta que nos durmiéramos. Luego, para estirar el sueldo, se ponía a coser y solo más tarde podía leer, ver televisión y descansar. Años después entró a estudiar Derecho por las noches y entonces las oportunidades para el descanso se hicieron aún más remotas.
Me parece verla acostada en la cama, sin dormir pero inmóvil, con los ojos fijos en el techo:
- ¿Qué estás haciendo, mami?
- Estoy pensando en mí misma.
Ella, que siempre ha sido súper organizada, lograba sacar quince minutos para eso tan importante: pensar en ella misma. Una pausa para regalarse el lujo de no hacer nada. Con los años, pero sobre todo desde que me convertí en mamá, empecé a valorar la contundencia de ese gesto.
He sido lectora feliz de revistas y durante mi embarazo me aficioné a las de bebés. Recuerdo que en una de ellas leí un artículo del tipo “los cinco mejores regalos para un recién nacido”. Cuatro eran obviedades, pero el quinto decía algo así como “Regálele tiempo a la mamá: ofrezca que usted cuidará al bebé mientras ella va a la peluquería, al cine, o sale a cenar con su esposo”. Lo leí cuando estaba con una panza enorme, pero todavía era la dueña de mi tiempo. Pocas semanas después, con el sueño trastocado y los días consumidos entre la lactancia y los pañales, deseé que alguien leyera esa revista y me diera ese regalo que a mí nunca se me ocurrió ofrecer y que, finalmente, solo me dieron los de mi familia.
Esta semana releí un ensayo al que le debo mucho: Una habitación propia, de Virginia Woolf. Allí la autora inglesa se pregunta por qué hay tan pocas mujeres escritoras. Para responderse cita a Florence Nightingale, pionera de la enfermería moderna: “las mujeres nunca disponían de media hora que pudieran llamar suya. Siempre las interrumpían”. Durante siglos las mujeres dedicaron sus horas, sus días, sus vidas, a servirle a los demás y por eso Woolf resalta una curiosidad: las cuatro grandes novelistas del siglo XIX en Inglaterra, George Eliot, Jane Austen,Charlotte Brontë y Emily Brontë, fueron escritoras sin hijos. Woolf tampoco los tuvo.
Podría escribir muchos párrafos cursis llenos de lugares comunes sobre la dicha que significa ser mamá. Vivo derretida de amor por mi hija y disfruto mucho lo que compartimos juntas. Pero también sé que un hijo demanda tiempo y que las mujeres entramos al mundo laboral sin dejar el trabajo doméstico. Según el Servicio Público de Empleo, en Colombia los hombres dedican 21,7 horas de la semana al cuidado del hogar mientras que las mujeres dedicamos 50. Nos ocupamos a doble jornada entre el trabajo de la oficina y el de la casa.
Tanta ocupación agota, cansa, envejece. Por eso hoy, Día de la Madre, quiero que mi regalo sea tiempo. Tiempo libre para hacer lo que me dé la gana: viajar, leer, mirar para el techo, pintarme las uñas. Lo que sea. Tiempo para mí, porque el día se me va entre el trabajo y mi hija, que amo pero sé que es prestada, que vivirá conmigo solo unos años y luego se irá. Y no puede ser que para tener tiempo libre deba esperar la jubilación o el nido vacío.
De Día de la Madre quiero regalarme el hábito de dedicar 15 minutos diarios para pensar en mí misma. Y como no puedo evitar ser mamá entonces ese regalo es también para mi hija: le enseñaré el valor de ese gesto, que es una invitación para todas las mujeres, independiente de si tienen hijos o no.
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