Hasta pronto maestro Calle
Señor director:
He llegado a mi ciudad en medio de una algarabía inusual, a mi encuentro salió un hombre a quien reconocí como un formador de sueños, esta vez el agradable caballero lucía tan bien vestido que me recordó su buen gusto. Su traje era multicolor, su chaqueta tenía un púrpura alegre, su pantalón un azul profundo todo matizado con camisa blanca. Ese ilustrador de poemas y de gratas canciones me invitó a seguir a su casa... Qué mansión más bella, para ingresar a ella nos hundimos en una cueva alegre y florecida, los primeros pasos eran de tierra negra que destellaba en el centro de rosas, alhelíes, hortensias y todas las flores del mundo. No dimos más de diez pasos por un socavón subterráneo y ahí estaba la casa. Era inmensa, tan grande que no era una casa, era un campo fértil, sin límite. Aquel hombre laborioso dedicaba la mayor parte de su tiempo a un cultivo que yo no conocía, con sus manos alimentaba con una especie de vegetales carnosos a miles de bestias, no eran caballos, eran centauros que pasaban en fila india por las manos del dueño de casa para recibir su alimento, encima de cada bestia una niña, cuál de ellas más hermosa, todas sonreían a su paso, aunque podrían morir de susto por el tamaño del animal que montaban, solo reían. Las bestias no llevaban sillas, ni atuendos, iban desnudas, con un pelaje suave y abundante como el de los gatos, manaban una tibieza de sus lomos que contrastaba con el lugar, era el piso de abajo de una ciudad, era un mundo de paz, un mundo nuevo, aquel lugar donde habitan las almas sin odios ni angustias, era la vida limpia y engolada de otra hermosa ciudad a la que se llegaba de a pie como en los primeros tiempos, era muy fresca esta ciudad, tenía un olor a agua de provincia, era de la vida las entrañas, era el escondite debajo de la tierra que tantas veces en nuestra infancia excavamos con palas de jugar y manos pequeñas y asustadas, era ese túnel del tiempo que siempre existe detrás de las ciudades donde la gente es buena como en nuestra bella Manizales. Estaba yo observando con encanto el caminar acompasado de aquellos animales 10 veces más grandes que un caballo, cuando vi a lomo y vestida con garbo a una niña, traía su cabello recogido, sus pantalones ajustados y su blusa derramada en el pecho, era aquella estudiante a quien tanto amamos.
Ese hombre que con ligeras manos entretenía a los hermosos cuadrúpedos tan grandes como un buque estacionado, colmaba de amor a la gente que pasaba por su casa, esta casa imaginada, esta casa ahora de agua rodeada, esta estancia que en vez de tapias derruidas tenía montañas encorvadas, esas cordilleras bañadas en árboles, ese verdor solo interrumpido por enjambres de veraneras purpúreas que se perdían en el horizonte sin hojas secas, sin rastros de dolor, con el brillo de las hojas que recogían los aletazos de un sol que se irisaba en atardeceres anaranjados.
Aquellos amigos míos y del dueño de la casa, ahora iban sentados en botes silenciosos que navegaban en un mar abierto y claro. Al mirar por mi costado reapareció mi amigo el dueño de casa, iba él caminando sobre el mar turquesa que solo él podía atravesar de pie sin perderse en las aguas.
Que este sueño fuera cierto amigo mío! Cuanto diera porque fuéramos capaces de vencer a esa naturaleza que ahora te arrebata y te llama, cuanta falta harás señor del alma, cuantos libros se cerrarán en tu ausencia, cómo me duele tu voz agónica y tu cuerpo que se extingue como si te arrancarán de raíz antes de tu partida definitiva.
Héctor Jaime Pinilla Ortiz
Mano a los pasamanos
Se debe darle una manito a todos los pasamanos y barandas de los puentes de la ciudad, están completamente negros, muy cochinos, lo mismo que unos taludes o muros en toda la ciudad, hay que lavarlos. Llega la feria y tenemos que tener la ciudad en las mejores circunstancias.
César Ramírez
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