La vendedora de periódicos
Señor director:
Carlos Enrique Ruiz, exrector de la U. de Caldas, escribió hace algún tiempo una reflexión sobre una mujer que vende periódicos, y lo tituló Convergencia de persona y dignidad. Yo la veía los domingos en el atrio del templo la Santísima Trinidad. Y me dispuse, después de leer el artículo en “LA PATRIA”, ir a la misa dominical de 10 a.m. y antes darle a esta mujer una felicitación muy sincera. Llegué a las 9 y 40 a.m.. La observé sentada en un pequeño muro que separa el atrio del andén. Los periódicos para la venta en un sencillo revistero frente a sus robustas piernas. Me dirigí a ella, confiado en que lo que le iba a decir le llegaría con agrado a su mente y a su corazón.
Buenos días, señora. -fue mi saludo. -¿Ya se vio en “LA PATRIA” de hoy?- Vea, señor, no me enrede que yo no hice nada malo. ¿Es usted policía? No, señora. - le respondí. -Nada de policía; en “LA PATRIA” de hoy salió un escrito muy hermoso sobre usted. Si quiere le muestro. E intenté coger uno de los periódicos de su venta. Ella, con recelo, asió y agitó con su mano derecha mi brazo que se desplazaba hacia el periódico. -No me vaya a desordenar los periódicos que a la gente no le gusta comprarlos así - dijo con voz molesta.
Sale temprano de la pensión donde reside. Recoge los periódicos para la venta del día. Toma un bus hasta la avenida Santander. De estatura no más de 1 y 30, bordón corto en la mano, piernas engrosadas por la dolencia. Los domingos se ubica en el atrio de la iglesia de la Santísima Trinidad, para cumplir precepto mientras algunos feligreses le compran.
Seguí insistiendo. -No, señora, no es lo que usted dice. Es un escrito muy bonito sobre su persona que salió hoy en “LA PATRIA”.- Vea, señor, eso que hablan de mi hija es una gran mentira. Ella no hizo daño a nadie. Usted qué es lo que quiere. ¿Es acaso un policía que quiere averiguarme algo? Yo nada le voy a decir.
No da muestra alguna de incomodidad con el destino que le tocó. Su necesidad es recaudar el dinero para alimentarse y pagar la noche de la pensión. Esa férrea voluntad no le da tiempo para postrarse por sus dolencias.
Persistí en convencerla que había un escrito, en uno de esos periódicos, acerca de su persona y de su firme lucha por la supervivencia. Pero seguía recelosa, creyendo que yo era policía que estaba tratando de indagar algo acerca de su hija. De pronto pensé que con un dato cierto de su vida, iba a ganar su confianza.
Le pregunté -¿Señora, es usted nacida en un pueblo llamado Simijaca?
Originaria del municipio de Simijaca, de familia campesina desplazada por la violencia en 1948, llegó a esta ciudad, donde sobrevive hace muchos años con la venta ambulante de periódicos.
-Sí, pero eso qué importa dónde nací yo - fue su respuesta a mi ansiosa pregunta.
Es la encarnación de la dignidad. Su rostro revela un espíritu sosiego en medio de dificultades. Nos da ejemplo en todo, por su evidente dignidad. Asidua en el trabajo al saber que su vida depende de lo que haga en cada jornada. Ninguna otra ambición que vivir el día y estar lista para el siguiente, en igual rutina.
Insistí un poco más en hacerle saber que era protagonista de un bello escrito periodístico. Mostrárselo y leerle algunos párrafos sobre su digna persona. Hasta había pensado que una felicitación no era suficiente y que con algún dinero de regalo, hacerla sentir orgullosa y feliz ese día domingo.
Dignidad se asemeja a humildad con parentesco cercano. Y es antípoda de soberbia. Aquella mujer es digna y humilde por su situación social, pero elevada a condición de personalidad por llevar la vida sin quejas, ni otra ambición que la de sobrevivir por sus propios medios ajustada a la dura realidad.
Mi encuentro con esta mujer estaba a punto de finiquitar. Mi insistencia con sana intención no logró el cometido. No gané su confianza en ninguno de los minutos que estuve frente a ella, tratando de hacerle un reconocimiento. Ya cumplidos tiempos, expectativas y paciencia, la mujer levantó su bordón de bambú con la mano derecha y lo blandió en el aire hacia mi persona y tuve que retroceder algún espacio. Y me retiré de su entorno, dirigiéndome hacia el interior del templo.
De nombre María Celina. Portento de mujer, ejemplar en la brega noble por la vida. Sin otros apoyos que un modesto palo de bambú y su recta voluntad para levantarse cada día, en la infatigable tarea de conseguir el sustento.
En la puerta del templo estaba el sacerdote, quien había observado la escena final del encuentro. Acostumbraba saludarlo, pues éramos tocayos reconocidos mutuamente. Me indagó por lo ocurrido y le comenté acerca del artículo periodístico sobre esta mujer y de mi intención de felicitarla. La mujer se dirigió con voz alta hacia el sacerdote y dijo:
No, padre, no le vaya a creer lo que están diciendo de mi hija. –
Su vida, un poema en nuestros corazones, un llamado clamoroso en la conciencia. Una súplica por el bien común. Un modelo para no quejarnos de nada. La mayor dignidad que encontramos en nuestro deambular por estos senderos.
Mujer valiosa, digna, capaz de defenderse y defender lo suyo. Desconfiada con los extraños. Consciente que no puede ella ser protagonista en un periódico. Solo los vende para que los lean quienes sí saben leer. Es la mujer que, desde entonces, los domingos, antes de la misa, la miro y la admiro en silencio. Y después del “podéis ir en Paz” paso por su lado, sabiendo y siendo muy consciente que esta paz no es otra cosa que dignidad humana en todos y en cada uno de los seres humanos que poblamos este planeta denominado tierra.
Alirio De Los Ríos Flórez
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