COLPRENSA | LA PATRIA
De sus recuerdos, de esos lejanos pero que no olvida, Fredy relata uno con tal exactitud que pareciera proyectarlo en la blanca pared de su oficina: una llamada, una petición de una familia, y en segundos, una misión humanitaria al Oriente antioqueño.
Ocurrió hace 10 años, cuando las guerrillas de las Farc y el Eln se disputaban tiro a tiro con los paramilitares un territorio útil para sus intereses. Impusieron su ley y sacaron de sus terruños a todo campesino que viviera a un kilómetro lado a lado de la autopista Medellín-Bogotá.
La misión encomendada a Fredy —un curtido oficial de campo del Comité Internacional de la Cruz Roja, con 20 años a cuestas de ayudas a las víctimas— era traer de vuelta dos hombres secuestrados por un grupo armado ilegal.
—Buenas tardes. Somos del Cicr y venimos por las dos personas que ustedes tienen, dijo Fredy, de voz grave y piel morena.
—Siga, ahí están, en la salita, les respondió el comandante del grupo ilegal.
Al llegar al salón, el oficial de campo no vio a nadie. No había padre e hijo sentados como los esperaba encontrar y describió la familia, pero sí un montón de partes de los dos cuerpos apiladas como leña para el fuego.
“Solo pensé en qué le iba a decir a su familia que esperaba verlos llegar con vida. Pedí un costal y empaqué con toda la delicadeza del mundo cada una de sus partes para llevarlos a sus seres queridos”, relata. “Los mataron dizque porque eran los mayores sapos de la región...”.
Una labor de dos décadas
De historias y ayudas como la relatada por Fredy, hacen parte un sinnúmero de acciones realizadas por el Comité Internacional de la Cruz Roja en su llegada a Medellín desde hace 20 años. El dolor de la guerra y el desastre humanitario impuesto bajo el poder de las armas de grupos ilegales, hicieron pensar en la apertura de esta oficina para acercarse más a las víctimas aturdidas por las balas del fusil, y olvidadas ante la incapacidad estatal para atenderlas.
Cuenta Faruk Samán, uno de los primeros integrantes de esta delegación, que el CICR con su llegada evidenció problemas humanitarios tan graves, ocultos hasta ese momento, pero que nadie se atrevía a manifestar.
“Nosotros hicimos un llamado para empezar a hacer frente a las minas antipersonal. De eso no se hablaba, y los campos aquí no más en el oriente antioqueño cobrando más y más víctimas”, explica el funcionario.
Pero no solo las minas antipersonal —que entre 1990 y noviembre 19 de este año han dejado 11.225 víctimas— fueron los temas señalados por el CICR La violencia sexual, afectaciones a menores de edad, el desplazamiento, hicieron y son parte de la agenda de problemas evidenciados por la delegación desde hace 20 años.
“Por eso se creó esta oficina, para estar más cerca de las víctimas, porque descubrimos que desde Bogotá era más difícil atenderlas. En terreno es más fácil para nosotros ayudarlos, no solo por la logística, sino también por la cercanía”, explica Faruk, de origen colombiano, pero con nombre musulmán.
Fue así que con sus acciones, el Cicr se echó al hombro la responsabilidad de llevar asistencia humanitaria a esas poblaciones víctimas de la guerra. Hace dos décadas comenzó a hacerlo, y su tarea trascendió al punto de llegar a algunos barrios de Medellín a paliar las afectaciones de un conflicto que migró a la ciudad y se instaló en las laderas más altas de la capital antioqueña.
Siembran esperanza
A José Roberto nadie —a excepción del o la delegada— lo llama por el nombre. Todos sus compañeros del Cicr le dicen “gordo”, pero a él no le importa y afirma que así como es el tamaño de su panza son sus ganas de servir. Lleva 35 años trabajando por las víctimas (35 como socorrista voluntario y 14 como integrante del Cicr). Por eso dice que nació para servir y esa actitud de servicio la puso a prueba hace 10 años, cuando la autopista Medellín-Bogotá se volvió un desierto en el que un carro, de los más osados, pasaba cada cinco o seis horas.
“Nosotros fuimos los únicos que llevamos en camiones ayuda humanitaria a esas poblaciones. Nadie se atrevía a llegar por allá. La gente nos veía y nos agradecía la llegada”, recuerda José.
“Llevamos esperanza -agrega- y ellos nos agradecían con actos sencillos, como la vez que nos leyeron una carta en el parque de Argelia que me hizo llorar”, dice el oficial de campo que más sabe de comidas en esta delegación.
Pero llevar esa esperanza no siempre ha sido una tarea con un foco centrado en las víctimas. La interlocución con los grupos armados, en un acto de confidencialidad, ha permitido de alguna forma menguar las afectaciones humanitarias.
Faber Zapata, otro de los integrantes del Cicr Medellín, cuenta que al principio fue duro llegar a estas zonas y hacerse conocer, no solo por la gente, sino también por los grupos armados que veían con escepticismo esta labor humanitaria.
“Nosotros no buscamos decirle a un grupo o al otro que lo que hacen está mal. Esa no es nuestra labor. Nuestra tarea es mostrarles que esas acciones afectan a la población que no tiene nada que ver en el conflicto”, explica Faber.
Es así como esa confianza adquirida con 20 años de presencia en Medellín le ha permitido al Cicr realizar otras tareas en estas comunidades golpeadas. Trapiches comunitarios, misiones médicas, proyectos productivos, atención sicosocial, entre otras, son acciones promovidas a lo largo de este tiempo, y desde entonces ha sido su labor incondicional en un departamento atravesado por el dolor causado por los actores armados.
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