José Miguel Alzate*
Por ahí andan diciendo que yo fui el creador de las mariposas amarillas. Qué pena tener que desmentirlos. Yo no me inventé esos animalitos que vuelan por el corredor de las begonias cuando Mauricio Babilonia llega a la casa de Macondo para hacer el amor con Meme, aprovechando que Úrsula está en la cocina haciendo los bombones que manda a vender antes de que el sopor de las tres de la tarde impida a los muchachos ofrecerlos de casa en casa. Yo simplemente tomé como referente esa cantidad de animales que batiendo sus alas volaban por los predios donde la compañía bananera tenía las plantaciones. Lo que les voy a contar les puede servir a quienes se han acercado a mi obra para aclararles de una vez por todas que yo nada tuve que ver con eso. Fue mi abuelo Nicolás Ricardo quien me contó, la tarde en que me llevó a conocer el hielo, de unos animalitos con unas alas muy grandes que revoloteaban por los corredores impregnando el ambiente de un tono amarillo que hacía pensar en el color de la piel del hombre que enamoró a Meme. Las puse en mi novela como una manera de darle realismo mágico al entierro de José Arcadio Buendía porque pensé que llenando las calles de Macondo de esas flores amarillas estaba mostrándole al lector una característica de un pueblo donde se decía que nunca pasaba nada.
Los hechos que sucedieron en Macondo de ahí en adelante cambiaron la historia de este pueblo donde el gitano Melquíades exhibió lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia: el imán. Afortunadamente ya estaba yo ahí para contarlo. Con decirles que acompañé al hombre de barba montaraz y manos de gorrión cuando fue de casa en casa exhibiendo ante el asombro de todos los dos lingotes metálicos que hacían crujir las maderas ante el desespero de los clavos por desenclavarse. Yo sé que no me lo van a creer, pero fui testigo del momento en que el viejo José Arcadio le propuso a Melquíades, ante la mirada impávida de Úrsula, cambiarle los lingotes imantados por un mulo y unos chivos, porque llegó a pensar que con esos objetos era capaz de extraer de la tierra todo el oro existente, y hacerse rico. Tengo en mi memoria, todavía fresca, la frase que dijo esa tarde: “Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa”. Aunque mucha gente dice que soy un fabulador, yo simplemente recogí las historias que desde niño escuché en mi casa de labios de mi madre Luisa Santiaga, magnificándolas con este talento literario que me llevó a crear la leyenda de Remedios La bella, que subió al cielo envuelta en las sábanas que su abuela ponía a secar en el patio de la casa.
Sí, incrédulos del mundo entero: tengo que decirles que quien escribe este cuento es el hijo del telegrafista de Aracataca, el mismo que como dicen por ahí conquistó el mundo con su imaginación portentosa. He bajado de las alturas en que ahora me encuentro para contarles hechos importantes de mi vida, aunque algunos se los conté en mis memorias que, por cierto, llevan un título que no sé de dónde me salió, pero que ahora yo llamaría Morir para contarlo. ¿Saben por qué lo digo? Porque desde ese diecisiete de abril de dosmilcatorce, cuando partí del mundo de los vivos, quedé en deuda con mis lectores. ¿Recuerdan ese día? Yo no lo olvido. Esa tarde de jueves Santo la noticia se regó por todos los rincones de la tierra. Algo parecido a lo que ocurrió ese diecisiete de diciembre en que murió Simón Bolívar, que se dispararon veintiún cañonazos para anunciarle al mundo que había muerto el libertador de cinco naciones. Esto no lo dije en el libro que sobre él escribí. Pero lo recuerdo porque Rosa Fergusson me lo enseñó en la escuelita de Macondo donde aprendí mis primeras letras.
Quiero contarles algunas cosas sobre mi vida que de pronto ustedes no saben. Por ahí dicen las malas lenguas que yo me olvidé de Macondo, que abandoné mi patria, que no hice nada por Aracataca. Qué equivocados están quienes esto afirman. Yo hice más por este pedazo de tierra donde vine al mundo que muchos de los que me critican. Con decirles que he sido el único que ha puesto el nombre de esta patria que tanto amo en tan elevado sitial. Antes de mí no se hablaba de Macondo en ningún rincón del mundo. ¡Imagínense ustedes! No fue sino que yo publicara mi novela, esa que habla de un coronel contrito que peleó en treinta y dos enfrentamientos armados y los perdió todos, para que el nombre de mi patria fuera pronunciado con respeto. Ni para qué les digo cuánta gloría le di yo a este país. Hasta un Premio Nobel les traje de la fría Estocolmo. Ese día el nombre de Macondo resonó como un eco glorioso. ¿Lo recuerdan? Fue primera página en todos los periódicos del mundo y, sin yo proponérmelo, hice volver los ojos de los académicos hacia este espacio geográfico donde nací un seis de marzo de milnovecientosveintisiete. Todos querían saber cómo era este pueblo cubierto hasta entonces por los vendavales del olvido.
No sé si les guste lo que les voy a contar, pero tengo que sacarme algunas espinas que la envidia clavó en mi vida. Empiezo. Es mentira que cuando llegué a Cartagena después de que en Bogotá mataron a Gaitán yo únicamente usaba camisas de colores vistosos, pantalones pasados de moda y unas zapatillas sin lustrar. Eso como que lo dijo un amigo que en esa ciudad me enseñó la tragedia griega cuando me hizo observaciones sobre una novela que estaba escribiendo, que le había entregado para que la leyera. ¡No, no crean eso! Yo siempre me caractericé, en vida, por ser un hombre elegante, bien vestido, que sabía combinar la ropa. Basta con que miren esa foto donde aparezco en la redacción de El Espectador de vestido negro y corbata, los zapatos sobre el escritorio y un cigarrillo en los labios, con un bigote a lo Javier Solís, para que se den cuenta de que me vestía bien. Esas fueron invenciones que hizo en Bogotá Plinio Apuleyo Mendoza por venganza porque no fue capaz de llegar a donde yo llegué. Lo que sí es cierto es lo que cuenta Dasso Saldivar: que pasé hambre en París mientras escribía la novela sobre el coronel que se quedó esperando que le llegara la pensión. Les voy a contar la verdad: estando allá me quedé sin trabajo porque el periódico del cual era corresponsal fue cerrado por el régimen de Rojas Pinilla. Entonces me vi sin un peso en el bolsillo en una ciudad donde nadie me conocía, la misma donde una tarde vi cruzar por el bulevar Saint Germain nada más ni nada menos que al maestro Hemingway.
¿Cómo enfrenté la angustia de no tener con qué comer en una ciudad donde los escritores latinoamericanos pasábamos hambre mientras buscábamos la fama? Nunca faltan las almas caritativas. El inglés ese (Gerard Martín, me parece que se llama), que estuvo casi veinte años detrás de mí para escribir una biografía, dijo que yo vivía en una buhardilla del Hotel de Flande, en la rue Cujas, encerrado escribiendo, y que salía a la calle a tratar de calmar el hambre. Eso es verdad. Como también lo es que a la propietaria, madame Lacroix, una señora de corazón noble que supo entender mis dificultades, le quedé debiendo dos años de arriendo. Eso sí, les aclaro que cuando volví a París después del éxito de Cien años de soledad fui a pagarle, pero ella me recibió únicamente la mitad. De mi permanencia en esa ciudad, que ustedes conocen al pie de la letra porque todos los días en los medios se dice algo sobre esta época de mi vida, me queda el recuerdo de una mujer: Tachia Quintana. Como está escrito en algún libro, esta mujer que me tendió la mano durante cuatro meses me dijo un día que si seguía escribiendo me iba a morir de hambre. Fue lo mismo que pensé una noche, recién llegado a Ciudad de México, cuando Mercedes me dijo que los hijos se iban a acostar sin tomarse el acostumbrado vaso de leche. Ante esta situación, al día siguiente le pedí a Alvaro Mutis que me ayudara a encontrar un empleo. Fue ahí cuando apareció el director de cine Gustavo Alatriste: me dio trabajo en una revista. Era tanta mi pobreza que a la entrevista con él fui con un zapato que tenía despegada la suela.
Volvamos al tema que me ha motivado a escribir este monólogo: mi formación literaria. Tengo mucho que aclarar. Y aquí voy a hacerlo. Quiero reconocerle a cada quien lo que aportó para mi consagración como escritor. ¿Qué soy un desagradecido? ¡Qué va! Esos son chismes que lanzan por ahí para hacerme daño. Yo quiero decirles hoy, con toda la sinceridad que amerita esta afirmación, que el llamado Grupo de Barranquilla no fue el único que consolidó mi vocación literaria. Es cierto que con ellos descubrí la novela moderna, y narradores como Faulkner y Hemingway, que me señalaron caminos en la literatura. Pero considero una injusticia lo que se ha hecho con la gente de Cartagena. No fui yo quien lanzó esa afirmación que hizo carrera en el sentido de que todo lo que soy como escritor se lo debo a los amigos de Barranquilla. Hoy quiero reconocer lo que representó para mí el maestro Clemente Manuel Zabala, que además de sugerirme lecturas era mi corrector de estilo y gramático de cabecera. También la complicidad literaria de Héctor Rojas Herazo, Ramiro de la Espriella y Gustavo Ibarra Merlano, que me ayudaron a descubrir autores como Dos Passos y Steinbeck, indispensables para aprender estructura novelística. Pido disculpas por la ligereza de Jacques Gilard cuando afirmó que todo se lo debo al Grupo de Barranquilla. Para desvirtuarlo, empiezo diciéndoles que mi relación con el sabio catalán Ramón Vinyes fue apenas de tres meses. En cambio, con el entonces Jefe de Redacción de El Universal fue de casi tres años. Su famoso lápiz rojo fue determinante para pulir el estilo.
En el momento en que escribo estas líneas veo que llueve sobre Macondo. Es una lluvia menuda que cae sobre las calles polvorientas por donde cruzaba, en otros tiempos, el tren de las cuatro de la tarde, antes de llevar al mar los cuerpos de los huelguistas que José Arcadio vio en un sueño. Ojalá este aguacero no dure esos cuatro años, once meses y dos días que duró el que narro en mi novela. Sería una tragedia. Macondo no está preparado para enfrentar otra. Bastante tenemos con todo lo que nos ha pasado durante estos cincuenta años de guerra que, parece, van a llegar a su fin. Quiero contarles algo: desde este sitio privilegiado donde comparto experiencias literarias con un hombre que me antecedió en la muerte hace cuatrocientos años, fabulador como yo, que le dejó a la humanidad otro monumento literario, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, me entero de todo lo que sucede en Macondo. Allá todavía tengo amigos que me recuerdan con cariño, y me manifiestan su afecto manteniéndome al tanto de todo. Por ellos me enteré de que la guerrilla va a dejar el monte para venirse a la ciudad, no a seguir matando como lo dijo en su momento el Mono Jojoy, sino a aportar al desarrollo del país como partido político. Yo desde aquí celebro que esto ocurra, porque en vida fui un abanderado de la paz. Tanto, que en varias ocasiones puse mi prestigio al servicio de la reconciliación. Además lo predije. ¿Cómo? Permitiéndole al coronel Aureliano Buendía firmar el armisticio con el gobierno para dejar las armas. Ojalá no pase lo que pasó con los insurrectos de mi novela, que regresaron al monte cuando se dieron cuenta de que el gobierno no les iba a cumplir lo acordado.
Les dije al principio que yo no fui el creador de las mariposas amarillas. ¿Alguien me lo puede creer? Lo que si fue fruto de mi imaginación fue encerrar al coronel Aureliano Buendía en la pieza del daguerrotipo para ponerlo a hacer pescaditos de oro. Era el cuarto donde el gitano Melquíades guardaba los manuscritos, esos que el último Aureliano, el que se casa con su tía Amaranta Úrsula y tienen un hijo con cola de cerdo, alcanzó a descifrar. También amarrar en el castaño del patio, debajo de un cobertizo, al viejo José Arcadio, poniéndolo a hacer sus necesidades allí mismo. Alguien se atrevió a decir que, en este sentido, yo era desmesurado. Yo le contesto, desde mi inmortalidad, que el novelista puede tomarse las licencias que quiera para darle consistencia a su relato. Esto lo debatíamos con Cepeda Samudio y José Félix Fuenmayor en el Grupo de Barranquilla. Como debatíamos la técnica en la narrativa de mi maestro William Faulkner después de haber leído sus libros. Por esta razón me tomé la licencia de crear un pueblo donde suceden cosas fantásticas como la levitación del padre Nicanor Reina mientras celebra la misa, o como el recorrido que hace la sangre de José Arcadio Buendía después de que Rebeca le pega un tiro en su propia casa. Les recuerdo que ese hilo de sangre salió por debajo de la puerta, siguió por las calles, subió escalinatas y, después de pasar por la calle de los turcos, llegó a la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para hacer el pan.
La otra noche estaba entretenido mirando por una rendija la luna que parpadeaba lejana, asombrado ante el espectáculo de cómo se ve la tierra desde aquí, cuando me enteré de que allá en Macondo un crítico desconocido, que escribe una prosa desaliñada, que no es de mi gusto, se atrevió a decir que yo había sido un fornicador de siete suelas. Ese señor escribió que Memoria de mis putas tristes era una transposición poética de lo que yo había hecho en la vida. Inclusive, se remonta al tema de un cuento largo donde narro la historia de la niña que fue obligada por la abuela a copular con todo el que pasaba frente a la carpa, solo para recoger el dinero que necesitaba para reconstruir su casa, que se había incendiado por culpa de la niña. ¡Qué insensatez! Pensar que porque en mis años de Cartagena me tocó vivir en un hotel de mala muerte, adonde llegaban las putas con sus clientes para hacer el amor, yo era un enfermo por el sexo, es fruto de una imaginación lujuriosa. Según su lectura, cualquiera podría sugerir que yo fui el responsable del suicidio de Pietro Crespi después de que Amaranta lo deja por otro. O que soy un viejo verde porque durante un viaje en avión de París a Nueva York me entretuve observando a una mujer hermosa que dormía plácidamente en la silla contigua a la mía, hecho que narro en el cuento El avión de la bella durmiente, incluido en Doce cuentos peregrinos.
Les cuento que aquí en el cielo, donde estoy por haberle legado a la humanidad una obra inmortal, vivo muy bien. Aprovecho el tiempo para seguir leyendo a esos autores que me marcaron como escritor: Faulkner, Hemingway, Kafka, Virginia Wolf, y para enterarme de todas las cosas que de mí se dicen en Macondo. Eso me divierte, porque me ayuda a llevar el peso de la inmortalidad. Que es, como la fama, un fardo que hace mella en las espaldas. Pero me preocupa ver cómo esa lluvia menuda que empezó a caer hace rato se va tornando en un aguacero torrencial que, convirtiendo las calles en ríos caudalosos, amenaza con llevarse a su paso todo lo que encuentra. Mi temor es que este aguacero tenga la duración del que narro en Cien años de soledad. ¿Lo recuerdan? Por si lo olvidaron, les cuento que del cielo cayó una tempestad que derribo paredes, acabó con los techos de las viviendas y arrancó de raíz las plantaciones de banano. Además obligó a Aureliano Segundo a quedarse en la casa de Úrsula, desatendiendo los ruegos de Fernanda del Carpio, su esposa. “Me quedo aquí hasta que escampe”, le respondió él devolviéndole la sombrilla desbaratada que le había entregado para que se cubriera del agua.
*Escritor e historiador.
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