Jorge Abel Carmona Morales*
El bello título de este filme encierra una trama violenta entre dos personas, una madre y una hija cuya historia personal está cargada de percepciones diferentes sobre la vida. Pero estas percepciones surgen de un núcleo que tiene su origen en la infancia de una mujer, cuya madre siempre estuvo ausente. El trabajo poco menos que absorbente, nunca dio para depositar un poco de tiempo en la existencia de sus dos hijas a quienes abandonó. Aunque el rol de madre nunca estuvo en duda, la priorización de su carrera como pianista, frustró los deseos de afecto de unas pequeñas que sintieron el escape permanente de un referente icónico que jamás asumió sus responsabilidades como figura maternal.
Bergman es enfático en la creación de tensiones cuya atmósfera va generando disposiciones para el conflicto entre dos personas que no se veían hace siete años. Si bien este hecho no pareciera muy creíble, dadas las buenas relaciones que se asoman al principio de la película, el desenlace posterior justifica plenamente estas asunciones. Desde la llegada de Charlotte a la casa de su hija, se muestra un auto subiendo una fría montaña sobre un lago en que vive Eva con su marido. Las relaciones son cordiales, el encuentro aplazado durante varios años avecina una muy buena estadía de aquella mujer que se ha tomado unas vacaciones después de la muerte de su marido, un hombre comprensivo que se convirtió en su mejor amigo durante 18 años; los saludos vienen y van, la casa ha sido adecuada lo mejor posible para que esta mujer tenga la mejor de las estadías en este sitio. El marido de Eva, Viktor, la recibe cordialmente.
Foto/Tomada de https://bit.ly/3FEBPPT //Papel Salmón
Liv Ullmann (izq.) e Ingrid Bergman en los papeles de Eva y Charlotte, respectivamente, en una escena de la película Sonata de Otoño del director sueco Ingmar Bergman.
Pero las tensiones asoman cuando Eva le dice a su madre que está alojando a su hermana Helena, que, para esta mujer madura, se encontraba en un sanatorio. Los monólogos empiezan como si una pausa se estuviera abriendo paso en la trama de la película, pero son precisamente esos diálogos internos los que elevan el ritmo de esta obra por las grandes reflexiones que sobre sus vidas lanzan los personajes. Tanto Eva como Charlotte intentan calmar las tensiones con declaraciones de amor, expresadas por ambas, pero las agresiones verbales son tan fuertes que las palabras terminan por convertirse en las armas predilectas para herir a la otra.
Helena es esa niña en cuyo cuerpo se ensañó la naturaleza y los familiares no tuvieron la suficiente fortaleza para lidiar con ese sufrimiento, sólo su hermana y ese marido que se muestra como un observador atento y un atildado analista de las circunstancias por las cuales a traviesa su mujer. Viktor sabe que su mujer no lo quiere realmente pero entiende que el aprecio mutuo es suficiente para mantener una relación, sabe también que un hombre mayor no puede acercarse al alma perturbada de esta joven mujer a la que el destino le ha jugado una treta; la tragedia de su hijo muerto a los cuatro años que hubiera podido revitalizar el matrimonio se viene a sumar a los improperios de la vida que en su encono requiere de satisfacciones y estas deben recaer en el origen, en el abandono prematuro de una madre ausente con quien no tuvo la confianza suficiente para desahogar su tristeza.
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El director Ingmar y la actriz Ingrid Bergman en el rodaje de la película Sonata de Otoño.
Tanto Viktor como Josef, el marido de Charlotte y padre de las dos niñas, sufren como pacientes personajes tras las penurias de sus mujeres. A ellos deben agradecerles la estabilidad emocional que les ha permitido paliar con las penurias que ha dejado una relación rota. El primero, personificado por Halvard Björk y el segundo por Erland Josephson, ambos tienen las mismas funciones de equilibrio, con que Bergman descarga toda su energía en los personajes femeninos. Sus universos complejos encierran un desconcierto que los años y las experiencias junto a sus mujeres no fueron suficientes para arrancar algo de felicidad a estos seres atormentados.
Al final de la película un risueño Gunnar Bjönstrand asiente con la cabeza las determinaciones de una mujer decidida a seguir viviendo su vida, por fuera del mundo que sus hijas decidieron estropear. “¿Por qué Helena no se muere?”, pregunta. Aunque parece más una afirmación que entraña la convicción de que el mundo es para los fuertes, para los talentosos; los defectuosos hacen mejor con esperar el otro lado de la línea. Y este detalle menor resulta significativo porque la aparición de uno de los actores favoritos del director en un papel tan escaso, muestra que el mundo femenino en esta película y en todas sus obras, no puede ser el mismo sin la presencia fundamental de esos varones que fungen como simples piezas del destino.
Desde la noticia de su hija Helena que vive en ese lugar, las diferencias se hacen más grandes entre estas dos mujeres como si tuvieran un duelo a vida o muerte. La rivalidad se hace manifiesta cuando Charlotte le pide a Eva que toque una de las sonatas de Chopin. En esa interpretación musical hay algo que la conmueve, pero no la convence, es la tensión entre una particular mirada del mundo, pletórico de sensaciones de una subjetividad ininteligible para la otra, pero sin un método, aquel que hace a un músico exitoso en un mundo lleno de puntos de vista tan disímiles.
Eva siempre buscó la aprobación de su madre y Bergman lo muestra en varias de las escenas más conmovedoras de la película, cuando la niña entra al salón de piano a tener un momento con su madre que ha llegado un día luego de sus conciertos, pero la madre sólo atina a decirle que juegue en el patio bajo ese sol radiante que ella no comparte como posibilidad de disfrutar. “Tu madre necesita estar a solas”, le dice.
Y las discusiones se tornan más violentas. Hablan de su infancia; de la necesidad de aprobación que su madre nunca satisfizo; de la soledad y de la amargura de su padre por la infidelidad de aquella mujer que los traicionó a todos con sus mentiras o con sus sinceridades; de los deslices de Leonardo, su marido recién fallecido, con Helena mientras ella, su madre, se encontraba ausente; del egoísmo de Charlotte y de la anteposición de su carrera. Es clara la sombra que una mujer exitosa en la música ha dejado en el fracaso como madre de unas hijas maltratadas por la vida.
En algunos planos, ambas mujeres aparecen juntas, la madre primero y la hija después en un primer plano que refleja el dolor de las dos, que nos recuerda a Persona, también de Bergman. Y en ese papel de madre compungida, Ingrid Bergman logra uno de los mejores papeles femeninos que actriz alguna haya podido construir. La seriedad del rictus, la mirada profunda en los ojos de Eva o en la nada, mientras sus diatribas monológicas constituyen una clase de actuación fenomenal, sin que su contra parte, Liv Ullmann, se quede atrás. Esta diada femenina gira la una en la otra, como planeta y satélite que no pueden separar sus vidas.
Al final las cosas continúan iguales. Bergman parece preguntarse para qué tanto sufrimiento si todo permanece constante. Las circunstancias están ahí pero el valor de la vida reside en enfrentarse con el dolor. No de modo impasible si no aprendiendo a sufrir más a pesar de que nada cambie. Sus personajes siguen apegados a la nada. El sentimiento de soledad es una realidad, nada puede extinguir el fuego del aislamiento que va consumiendo mientras los personajes vivan. Al final de la película, junto a unas tumbas y con un lago al frente, Eva reflexiona sobre su desventura, sugiere el suicidio como parte de su condición natural. La muerte, tal vez, puede curar el dolor, pero la estela que ha dejado no puede ser borrada por nadie.
*Antropólogo. Magister en Filosofía. Universidad de Caldas.
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