El adefesio en que quedó convertida la Reforma a la Justicia no admite que se le haga ningún nuevo remiendo sin caer en algo peor. Por eso, lo más conveniente es que se haga borrón y cuenta nueva. No es admisible que se traten de introducir cambios a lo aprobado en el Congreso de la República, y que sigamos como si no hubiera pasado nada. La salida del referendo revocatorio tampoco es solución, pues apunta más a aprovechar políticamente este fracaso parlamentario que a lograr la reforma de la justicia que se requiere.
No compartimos el punto de vista del Fiscal General de la Nación, Eduardo Montealegre, quien asegura que la reforma no debe hundirse toda. Lo más sano para nuestra democracia, y para no correr el riesgo de que finalmente se termine cayendo por trámites inconstitucionales, es archivarla completa y comenzar un nuevo debate más serio y coherente, que deje como resultados los verdaderos cambios que necesita el país en materia de justicia. En ese mismo sentido, nos parece que tienen razón quienes juzgan el llamamiento a extras hecho por el Gobierno como equivocado, pues no se podría en tal circunstancia hacer modificaciones a una reforma constitucional.
Si existen asuntos bien orientados y que le prestarían un excelente servicio al país, también es verdad que ante tanto descontento de la opinión pública frente a los micos introducidos por las comisiones parlamentarias que le dieron el maquillaje final, lo rescatable es poco. Lo mejor sería tomar esos aspectos positivos como punto de partida de las nuevas discusiones, para terminar con una reforma sensata y útil para los ciudadanos.
Es evidente que las decisiones aprobadas que estaban orientadas a descongestionar la rama y descentralizarla, como las de darles a los notarios, abogados y otros organismos funciones jurisdiccionales es un camino acertado para acercar la justicia a los ciudadanos y agilizar sus decisiones. También eran importantes ajustes hechos a la estructura misma de este poder público, como la eliminación del Consejo Superior de la Judicatura, que durante su existencia se ha prestado para todo tipo de acciones corruptas que no pueden seguir.
Tampoco es aceptable que los voceros de los conciliadores del Congreso digan ahora que firmaron sin percatarse plenamente del contenido de la reforma, y que en el caso específico de los aforados se estén dando todo tipo de explicaciones para nada creíbles, tratando de asegurar que los micos que se colaron aparecieron sin que nadie recuerde cómo, como si toda la discusión final se hubiera dado en una nebulosa. Los limbos jurídicos que quedaron son tan sorprendentes e insensatos, que no queda más salida que dejar todo atrás y barajar de nuevo.
Sin embargo, más allá de los errores cometidos, lo que ahora se necesita es cabeza fría para hallar las salidas adecuadas sin caer en las mismas equivocaciones. Es claro que hubo irregularidades en el proceso de conciliación, en la intervención del Ejecutivo en la etapa final y que, inclusive, se tiene un gran vacío jurídico acerca de cómo debe actuarse cuando se presentan situaciones como esta, en la que el menor riesgo es archivar y comenzar de nuevo. De hecho, no puede aceptarse que discusiones parlamentarias que comprometen intereses tan profundos como la justicia se den casi en secreto, sin ni siquiera la presencia del Gobierno.
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