¿Quién puede negar que Colombia es un país con prioridades en materia social, en donde las demandas de los más pobres no pueden ser miradas por encima del hombro? Es evidente que esta nación trae desde hace muchos años, tal vez décadas, diversos lastres de inequidad y discriminación, además de las consecuencias de una violencia que se ha extendido por más de medio siglo.
En ese marco, el Estado tiene el desafío de poder reaccionar y atender en forma eficiente a quienes acuden en procura de solucionar sus problemas, no solo como un gesto humanitario o por simple generosidad, sino con el objetivo de darle viabilidad futura al país y generar un capital social que contribuya certeramente en el desarrollo integral de Colombia. Las políticas sociales no pueden, por eso, obedecer a lógicas paternalistas y asistencialistas, sino a programas orientados a la rentabilidad social.
Frente a esto, se han creado todo tipo de entidades y programas que propenden por generar apoyos a las familias más vulnerables. Es así como, por ejemplo, las personerías realizan tareas de acompañamiento, que en muchos casos se confunden con las que ejecuta la Defensoría del Pueblo u otros programas que reciben quejas de la comunidad, en los diferentes ámbitos, con el objetivo de hallar soluciones y evitar violaciones a los derechos humanos.
Lo triste es que en la mayor parte de los casos solo logran reaccionar ante las coyunturas, pero en ningún momento se observa que sus acciones correspondan a políticas serias y estructurales, que apunten a lograr cambios de consideración en el mediano y largo plazo. Las diferentes instancias oficiales caen así en una infértil duplicidad de esfuerzos, que no llevan a nada, en lugar de articular políticas que unan sus actividades y que les permitan incidir en remedios efectivos.
Es lo que pasa con la aplicación de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras en las personerías municipales de Caldas. Recibieron la nueva tarea de tramitar las reclamaciones, pero no cuentan con los dientes, con las herramientas mínimas, para evacuar con eficiencia tan complejo asunto. Casos como el de Samaná, donde 19 mil 400 personas, de las 26 mil que tiene el municipio, están registradas como víctimas del conflicto armado, dejan ver la dificultad que ofrece el panorama.
Esta situación, conocida en un reciente encuentro de personeros que se realizó en Manizales, es solo una expresión de ese problema que no halla vías de resolución, y que tiende a agravarse a medida que las víctimas exigen respuestas más rápidas a sus pedidos. Por eso, aunque podría pensarse en cambios estructurales de mayor calado, debería comenzarse con la fusión de las personerías y la Defensoría del Pueblo, para que no terminen haciendo la misma tarea y mal hecha.
Tal vez una sola entidad más fuerte, con mayor músculo, pueda establecer un esquema de trabajo en el que cada labor sea complementaria y no repetitiva. No se trata de hacer recortes burocráticos, ni de menospreciar los programas sociales, sino, por el contrario, darles a los problemas más críticos de nuestra sociedad la importancia que merecen. ¿Para qué esas personerías con dos funcionarios, tratando de hacer lo mismo que la Defensoría del Pueblo? Lo mejor sería generar un gran aparato de respuesta social, en el que también puedan medirse eficiencias, y mejorar así la calidad de sus servicios.
Las personerías tampoco pueden dedicarse exclusivamente a asesorar a la gente para que presente tutelas, recurso jurídico de indudable valía, del que lamentablemente se viene abusando en el sistema de salud. Es el momento en que se vuelva a pensar en suprimir estos organismos, y más bien trasladarle todo su recurso humano y su experiencia a una entidad que aglutine esfuerzos, en lugar de desperdigarlos con el único fin de ejecutar presupuestos.
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