La palabra congresito genera resistencia inmediata con solo escucharla. Por eso, no fue atinado que el presidente de la República, Juan Manuel Santos, la haya mencionado como una idea posible para refrendar o legalizar los posibles acuerdos a los que se llegue con las Farc en La Habana (Cuba). Es lógico que una vez firmado un documento que comprometa a la partes, esos pactos tienen que ser puestos a consideración de la sociedad colombiana, y en el caso de ser respaldados mayoritariamente tendrá que seguir una instancia que los convierta en leyes de la República, pero el escenario no puede ser un “congresito”.
Además de ser una opción que genera dudas constitucionales, su viabilidad política es prácticamente nula, pues hasta los mismos partidos de la Unidad Nacional la ven con sospechas. Lo que se aprecia es que el mandatario improvisó al soltar esa propuesta, pues es evidente que en lugar de lograr los consensos que se requieren en esta etapa de las negociaciones de paz, lo que hizo fue generar más divisiones y rechazos de la opinión pública. Debe tenerse claro que, así como las Farc ponen en riesgo el proceso cuando faltan a su palabra, desde el Gobierno también se puede afectar lo avanzado hasta ahora cuando se lanzan este tipo de propuestas.
La posibilidad de que miembros de las Farc puedan hacer parte de un cuerpo deliberativo como el mencionado congresito es algo que riñe con el deber ser de las conclusiones de los diálogos y que ofende no solo a las víctimas de ese grupo ilegal, sino a la sociedad colombiana, en general. Si es que se les piensa dar participación política inmediata a miembros de esa agrupación subversiva, tendría que ser bajo el esquema de las instituciones constitucionales del Estado colombiano. Sería más fácil aceptar que tengan unas curules transitorias en el Congreso de la República, siempre y cuando se garantice un mínimo razonable de justicia para sus crímenes, reparación a las víctimas y una alta dosis de verdad.
Ahora bien, desde la oposición política al Gobierno Nacional se ha planteado la posibilidad de establecer una Asamblea Constituyente en la que participen todas las fuerzas políticas, y que se dedique temporalmente de refrendar todos los acuerdos de La Habana. Tampoco parece ser ese el mejor camino para darle vida jurídica a lo pactado con los guerrilleros, pues la sola escogencia de sus miembros podría generar nuevos choques que convertirían ese debate en una discusión bizantina y sin fin.
Al parecer, la mejor alternativa sigue siendo un referendo en el que se pueda pronunciar ampliamente el pueblo colombiano, y que se aproveche para fortalecer las instituciones con una implementación de los acuerdos en el escenario natural de discusión en el Congreso.
Aunque, para que se evite caer en errores, siempre será positiva la controversia pública de todos los detalles que tienen que ver con la etapa final de las negociaciones, todos los líderes, empezando por los gobernantes, tienen que hacerlo con mucha responsabilidad, pensando en lo que pueda ser realmente bueno para el país y buscando unir voluntades en lugar de separarlas.
El desafío ahora es que paralelamente a los acuerdos en la mesa de La Habana, en Colombia se empiece a avanzar en acercamientos políticos que hagan viable una opción que ponga en marcha, rápidamente y en forma efectiva, los pactos con las Farc, garantizando que se ajusten a la Constitución y que no queden vacíos que se puedan convertir en generadores futuros de violencia.
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