La muerte de 12 personas y la desaparición de otras cuatro más en el deslizamiento de 10 mil metros cuadrados de tierra ocurrido en una mina ilegal de Santander de Quilichao (Cauca), demuestra las circunstancias irregulares en las que se viene desarrollando la actividad minera en buena parte de Colombia, donde reina el descontrol. Además de los accidentes, como este, que cobran vidas humanas, la ilegalidad que se tomó esta actividad genera daños ambientales irreparables y factores de violencia sobre los cuales no se ve reacción desde el Estado.
De acuerdo con cifras oficiales, solo durante el 2013 la explotación minera dejó 102 personas muertas, cerca de la mitad de ellas como resultado de la ilegalidad y de la informalidad en esta actividad, en la que se busca sacar oro de la tierra a toda costa. Lo que pasó en la mina mencionada es evidente: se trata en realidad de un socavón de unos 30 metros de profundidad en donde cerca de 10 máquinas removían la tierra durante las 24 horas, mientras humildes mineros con sus bateas trataban de extraer un gramo del metal precioso.
Las condiciones inhumanas en las que trabajan los mineros, la ausencia de mínimas precauciones y medidas de seguridad, sumada a la indolencia de sus patronos que, en numerosos casos no tienen licencias de explotación, y se apropian de las minas a la fuerza, incluso con grupos armados ilegales, hacen que el panorama sea fétido y desagradable. Nadie le quiere meter el diente a una situación tan oscura, ni la Fuerza Pública tiene claridad acerca de cómo actuar para frenar este fenómeno que, se dice, está manejando más o, por lo menos, igual cantidad de dinero que el narcotráfico.
No es suficiente con que la Agencia Nacional de Minería (ANM) diga ahora que hace más de un año había advertido acerca de los riesgos que se corrían en este lugar, conocido como La Laguna. El hecho de que durante lo que va del 2014 se contabilicen cerca de 25 accidentes similares en diversas zonas de Colombia, de los cuales una alta cantidad corresponde a minas ilegales, debe llevar a que se genere una política seria y coherente que ponga en cintura lo que está ocurriendo y que lleve a sancionar a los responsables de estos delitos, porque esa es la denominación que deben tener lo que está ocurriendo, a los ojos de la justicia.
El Gobierno Nacional está en mora de tomar acciones contundentes en contra de esos carteles de la minería ilegal, para que no sigan dañando el medio ambiente, explotando a los mineros y enriqueciéndose de manera ilícita. Lo peor es que muchos campesinos, esperanzados en que a través de estas actividades podrán llevar alimento a sus casas, dejan a un lado las labores agrícolas, lo que además de amenazar la seguridad alimentaria de la región y del país, los deja expuestos a morir en accidente como el de La Laguna.
Es cierto que hay prácticas ancentrales y artesanales en el campo de la minería que tienen que ser reconocidas, pero una cosa es hacerlo y otra es mantenerse pasivos frente a un fenómeno que se aprovecha de esta situación para abusar de personas humildes y de los intereses del país. A esos mineros tradicionales el Gobierno Nacional debe identificarlos y vincularlos a las prácticas legales y autorizadas, para que no solo aporten sus conocimientos, sino que logren mejores condiciones de vida, en las que la salud y el trabajo digno sean asuntos centrales.
En el caso de Caldas no estamos libres de esta problemática, por el contrario, en zonas como la de Marmato persisten prácticas mineras que ponen en riesgo la vida de las personas. Es fundamental que se establezcan más controles, y que además de frenar las muertes, se garanticen trabajos más dignos y ambientes más sanos.
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