En su discurso de instalación de la última legislatura de su gobierno, el sábado pasado, el presidente Juan Manuel Santos fue enfático ante el Congreso de la República en que se la seguirá jugando por la paz, y llamó a los colombianos a soñar con un país próspero y sin conflicto armado. Su discurso contrastó con ataques simultáneos de la guerrilla de las Farc en Caquetá y Arauca, en los que murieron 19 militares, una dura realidad que va en contravía de los deseos del mandatario.
El panorama genera múltiples incertidumbres, en medio de un proceso de paz en La Habana (Cuba) que avanza a paso de tortuga, y en el que las posiciones de los negociadores de la agrupación subversiva se hacen, al parecer, cada vez más radicales. Era claro desde un principio que negociar en medio de la guerra, podría generar situaciones contradictoras, como la que estamos viviendo. Sin embargo, para la opinión pública en general, es difícil entender que se pueda negociar sin sobresaltos con quien mantiene vivas sus acciones terroristas.
¿Está equivocado Santos, cuando insiste en que su principal objetivo sigue siendo la paz? Lo primero que debemos decir es que la paz no puede ser nunca una equivocación, y que ese camino debería ser la luz que ilumine el futuro de la humanidad en todas las latitudes y en todos los tiempos. Lo que resulta evidente es que el moderado optimismo que sentía la gran mayoría del país, cuando comenzaron las primeras discusiones con los jefes de las Farc, se ha ido tornando en pesimismo, debido naturalmente a que predominan los hechos de guerra, y la paz aparece lejana.
Peor aún, está comprobado que desde La Habana se ordena la filtración de las protestas sociales en Colombia para generar una sensación de caos y de debilidad del gobierno, al que injustamente se le echan encima todas las responsabilidades por los problemas profundos que se han acumulado por años en materia social. Si no quiere echar por la borda lo que se ha ganado hasta el momento frente a la subversión, el Gobierno debe mantenerse firme en no dejarse chantajear de nadie. Su llamado a dejar el miedo atrás tendrá que probarse primero en sus propias acciones.
Ahora bien, la administración Santos tiene que admitir que se ha quedado rezagada en las soluciones, debido a que ha permitido que éstas lleguen después de los bloqueos y las presiones indebidas, cuando debió darlas antes de que se activaran manifestaciones de violencia que hoy ya exigen tratamientos menos complacientes. El panorama creciente de paros será una dura prueba para un Ejecutivo que podría caer en la tentación de irse a los extremos, lo cual no solo sería un retroceso, sino un error estratégico.
No podemos desconocer que hay un claro tono político del Presidente cuando afirma: “Que otros se feliciten por la guerra, yo me la juego por la paz”. Se trata de un dardo a quienes él ha llamado enemigos de proceso y que se constituyen en los principales opositores de su administración. Es un mensaje directo que parece indicar que no solo se la jugará por la paz sino por la reelección, cosa que ha dicho que solo confirmará a finales de este año. ¿Tendría opciones en medio de un panorama tan complejo? El camino no es fácil para el mandatario. Unas cosas son los sueños y otras las realidades.
La firma de la paz es, sin duda, una oportunidad histórica. Sería la posibilidad de dejar atrás 60 años de confrontaciones perversas entre los colombianos. Tenemos que ser conscientes de que en algún momento tenemos que avanzar por ese camino, el cual es natural que esté lleno de dificultades. Sin embargo, la duda es si un asunto tan importante para la vida colombiana podrá concretarse en medio de tantas tensiones, tantas contradicciones, y cuando arranca un año lleno de campañas políticas en las que los lenguajes se agudizan para no ser propiamente ingredientes de la paz, sino más bien alimento para las confrontaciones.
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