La violencia alrededor del fútbol se agudiza cada vez más. Los enfrentamientos entre barras del Atlético Nacional y el Deportivo Independiente Medellín, que dejaron varios heridos esta semana y que provocó la decisión de sancionar a los equipos paisas con el cierre del estadio Atanasio Girardot, son muestra de eso. Más cerca tenemos la experiencia de Pereira, cuya plaza también está castigada, razón por la cual el clásico regional frente al Once Caldas, ayer, tuvo que jugarse a puerta cerrada.
Sin embargo, no hay que seguir mirando hacia otros para ver la gravedad de la situación. El fin de semana pasado, cuando regresaban de acompañar al Once Caldas en su juego contra Nacional, en Medellín, los integrantes de la barra Holocausto de Manizales fueron atacados por un desconocido que decidió recibirlos a bala en Itagüí. El resultado fue un joven muerto y varios heridos, lo que nos lleva a un punto muy delicado en el que se empiezan a cuestionar los alcances de la denominada Ley del Fútbol y una serie de decretos lanzados en forma rimbombante hace algunos años por el Gobierno Nacional.
Semanas antes también fue atacado el bus del Once Caldas en Pereira, cuando los jugadores llegaban de su triunfo ante el Atlético Huila, en Neiva. Uno de los jugadores recibió en la cara el impacto de una pedrada, lo que lo marginó de las canchas por varias semanas. Adicionalmente, durante un juego del Once con el Deportes Quindío en el estadio Palogrande se dieron enfrentamientos entre aficionados que causaron varios lesionados, incluso, algunos niños. Todo esto conforma el panorama de unas normas que se cumplen a medias y que se quedaron cortas frente a la realidad de violencia que crece en torno a un deporte que solo debería generar emociones sanas entre los aficionados.
La realidad hoy es que los problemas entre los fanáticos no se dan solo en las graderías de los estadios, sino en cualquier lugar de la geografía nacional, como queda demostrado con los hechos recientes. Las normas, que tampoco se cumplen a cabalidad, se quedaron encerradas en los escenarios, mientras que lo que ocurre en las calles parece no ser tenido en cuenta por las mismas autoridades. No se entiende muy bien, por ejemplo, que la Policía de Antioquia no haya acompañado a los buses de los aficionados del Once Caldas hasta territorio caldense, para evitar problemas.
Frente a lo que hoy ocurre, urge ir más allá, llegar incluso a la prohibición de desplazamiento de las barras de una ciudad a otra, si es necesario, y adelantar en serio el proceso de carnetización de los aficionados, con el fin de identificar más fácil a los autores de agresiones o de proteger a los que son víctimas de ellas. Tenemos que luchar para que ir al estadio vuelva a ser un programa familiar, en donde reinen las alegrías del triunfo o las tristezas de la derrota, pero sin que ello implique pasar a los hechos de violencia y vandalismo a los que nos hemos ido acostumbrando.
Lo primero que hay que hacer es aplicar las leyes sin medias tintas, unificar criterios en su ejecución y tratar de avanzar hacia las nuevas situaciones que se están presentando, para que la prevención le gane a los brotes de desorden. Está muy bien que se hable de crear el Plan Decenal de Seguridad, Comodidad y Convivencia 2013-2023, para que se corrijan allí todos los vacíos que se tienen y la paz regrese al fútbol. Hay que insistir en la necesidad de hacer más rígidas y severas las sanciones en contra de los que protagonizan desmanes.
Es verdad que con las normas generadas hace dos años se han logrado depuraciones importantes en los equipos y hay más orden, en general en las finanzas de los clubes, pero aún falta mucho por hacer. El mundo de los aficionados requiere mayores controles y los equipos deben colaborar, pues de otra manera seguirán siendo los perjudicados con las sanciones, que también golpean sus ingresos. Se deben analizar las medidas que lleven a que ganar o perder en un clásico no signifique peligro para quienes sanamente disfrutan del fútbol.
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