Colombia ha vivido durante medio siglo un escenario de violencia demencial que ha tenido como protagonistas a las autodenominadas Farc. Aunque para el momento de su surgimiento hervían las ideas de la Revolución Cubana y la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la desaparecida Unión Soviética, lo que hace lógica su aparición en un país con grandes problemas sociales, ha pasado el tiempo sin que sus líderes hayan entendido que el mundo cambió y que la opción de las armas no tiene justificación alguna.
Esa agrupación, que hoy dialoga con el Gobierno Nacional, con el supuesto objetivo de ponerle final al conflicto armado en el país, es considerada la guerrilla más antigua del planeta, en la que poco ha cambiado el anticuado discurso comunista de los años 60. Pese a la caída del Muro de Berlín, a la profunda crisis de la ideología comunista y a la transformación democrática que ha tenido la izquierda en América Latina y en otras regiones del mundo, solo ahora comienza a dar algunas muestras muy tímidas de querer buscar el cambio.
Por el contrario, para poder sostener su aventura armada y persistir en el ciego objetivo de alcanzar el poder por la fuerza, las Farc terminaron entregándose al demonio del narcotráfico y al uso de herramientas de guerra como el secuestro, abiertamente violatorias del Derecho Internacional Humanitario (DIH). Si, hace 14 años, durante las negociaciones del Caguán, no se hubieran burlado del Estado y hubieran optado por el camino de la democracia, hoy serían sin duda un actor político de importancia en el país, y le habrían ahorrado mucha sangre a nuestra patria.
Razón tiene el director del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, Camilo González Posso, cuando afirma que las Farc sobrevaloraron su propia capacidad de luchar con las armas y desaprovecharon una oportunidad política para negociar, refiriéndose a esa oportunidad perdida del Caguán. Hoy, cuando los diálogos transcurren en La Habana (Cuba), si bien se observan menos obtusas que en el pasado, gracias a los duros golpes recibidos durante la última década, no cejan en sus acciones terroristas que atentan contra la credibilidad del proceso.
Incluso, pese a declarar desde Cuba una tregua de una semana para evitar traumatismos a las elecciones presidenciales del pasado domingo, el comandante del Ejército Nacional, general Jaime Alonso Lasprilla, confirmó que hombres de esa agrupación ilegal desarrollaron acciones durante ese tiempo que violaron ese compromiso. Esa actitud es la que hace que hoy muchos colombianos no crean en la verdadera voluntad de paz de las Farc y que estén apoyando la posibilidad de terminar con las negociaciones que se han desarrollado durante 18 meses.
Estos 50 años también deben servirnos para reflexionar acerca de la manera como nacieron las Farc en el lugar conocido como Marquetalia, en límites de Tolima y Valle del Cauca. Aunque sus antecesores fueron bandoleros sin estructura militar o autodefensas campesinas que en pequeños grupos demandaban derechos que fácilmente podrían haber sido satisfechos con medidas estatales, la determinación de aniquilarlos militarmente los llevó a refugiarse en la selva, donde se convirtieron en expertos en sobrevivencia y se fortalecieron como grupo armado.
Hoy, a las Farc no les queda más camino que terminar su larga lucha demencial. Para el país sería sano que optaran por la decisión de abandonar las armas y buscar que la sociedad colombiana les permita tener un espacio en la política. Sin embargo, ese camino parece aún demorarse, ante la estructura anquilosada de su pensamiento, que parece no haber evolucionado pese a ver lo que hoy ocurre en Uruguay, Brasil o en la China, por ejemplo. Lo que pase en la segunda vuelta presidencial del próximo 15 de junio incidirá de manera definitiva en el devenir de esa guerrilla en los próximos años.
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