Con una ventaja moderada sobre la líder demócrata Hillary Clinton, el magnate inmobiliario Donald Trump se convirtió el pasado martes en el nuevo presidente de los Estados Unidos. El 20 de enero del 2017 tomará posesión del cargo, en medio del temor de gran parte del mundo acerca de cuál será su comportamiento como cabeza de la Casa Blanca, en un momento en el que cualquier acción equivocada desde ese lugar podría generar tensiones mundiales peligrosas para la estabilidad internacional, la cual se ha podido garantizar durante los últimos 60 años.
La victoria del candidato republicano ocurrió luego de la más controvertida elección a la Presidencia en la historia reciente de ese país, donde Rusia y el FBI terminaron siendo protagonistas, influenciando de alguna manera el comportamiento de los votantes. Como nunca antes hoy el pueblo estadounidense se encuentra dividido y aunque el nuevo mandatario al celebrar su triunfo aseguró que será el presidente de todos los habitantes de ese país, sus polémicos puntos de vista sobre hechos sensibles relacionados con los inmigrantes, las mujeres y la población negra no lo califican como el más indicado para superar tales divisiones.
Lo ocurrido en los Estados Unidos deja en evidencia una profunda crisis de la democracia que tradicionalmente se ha erigido como el gran ejemplo para el resto de los países del mundo. Un primer indicio de esa crisis se comenzó a ver hace 16 años cuando George W. Bush derrotó de manera poco clara al demócrata Al Gore, en medio de un supuesto fraude en la Florida, y después se han venido cosechando toda clase de hechos que terminaron el martes con la elección de un presidente que puso en duda todo el sistema electoral si no ganaba, y que se atrevió a amenazar con no aceptar los resultados si triunfaba su contrincante, actitud muy alejada de lo que debe ser un estadista y líder respetuoso de las normas constitucionales.
Ahora bien, en el caso de las actuales elecciones, es evidente que la disputa entre Trump y Clinton fue totalmente atípica, debido a la mala imagen de ambos y el bajo nivel de los discursos. Los estadounidenses acudieron a las urnas con un alto grado de desencanto frente a la política y solo los movió el deseo de evitar que llegara a la Presidencia el aspirante al que más odiaban. En ese marco, era muy posible que ocurriera lo que finalmente ocurrió, y que ahora un billonario narcisista, sin experiencia pública e impulsivo en sus actos y palabras, terminara ganando la boleta para estar en la Casa Blanca durante los próximos cuatro años.
Lo triste de esta elección es que se confirma el triunfo de las mentiras sobre las verdades, tal y como ocurrió con el Brexit en el Reino Unido o el No en el plebiscito por la paz en Colombia. Esto también hace parte del fenómeno global de crecimiento del populismo de extremas derecha e izquierda, como son los casos del Frente Nacional, en Francia; los True Finns, en Finlandia; Syriza, en Grecia, y Podemos, en España. Todos estos, como Trump, apoyan la restricción de la libertad de expresión de los medios de comunicación y favorece políticas de discriminación racial, étnica y de género.
Otra característica de esta campaña fue la falta de propuestas sobre los temas reales que les deben preocupar a los estadounidenses, y la concentración del debate en asuntos superfluos, impuestos por Trump, con su manera desabrochada de expresarse y sus mensajes efectistas que calaron en los blancos norteamericanos, cansados de tener a un presidente negro. Lo peor es que la mayoría de la población hispana en los Estados Unidos va a sufrir las consecuencias, y que países como México, Cuba y hasta Colombia sufrirán efectos adversos en distintas áreas. En nuestro caso, el compromiso que Obama había mostrado frente al proceso de paz se va a derrumbar, con toda seguridad, y con Trump no sabemos qué tan radical sea su giro.
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