"Las gentes viven en forma miserable, mientras los presupuestos que debían ser empleados en obras públicas y de asistencia, en una región en donde la naturaleza exige muchos más que en cualquier otra latitud colombiana, son dilapidadas para campañas políticas y pago de una frondosa burocracia...". Como si estuviera describiendo lo que pasa hoy en La Guajira, pero no, esto lo escribió 37 años atrás el colombiano Germán Castro Caycedo en su libro Colombia Amarga. Qué lamentable que la trampa de la corrupción nos mantenga atados a la miseria. El periodista decía en ese mismo artículo que allí el atraso es impresionante y calificaba de escandalosa la serie de anomalías.
La semana pasada el fiscal General de la Nación, Néstor Humberto Martínez, anunció: “Estamos en presencia de un fenómeno de corrupción sistemático en La Guajira. Cero tolerancia a la corrupción”. Es decir, nada parece haber cambiado en ese departamento desde su creación en 1965. Ni siquiera la bonanza marimbera de los años 70 sirvió para mejorar la situación de sus gentes y al contrario creó un clima en el que la cultura traqueta hizo de las suyas. Las denuncias contra el exgobernador Kiko Gómez, que lo involucran hasta con graves crímenes, y la llegada posterior de Oneida Pinto ratifican esta percepción que ha hecho carrera, con el agravante de que esto se ha labrado con la cohonestación de políticos que gozan de estadistas en Bogotá, pero que se alimentan de ese poder corrupto y cooptado en la región para aumentar sus votos y su poder. A la hora de rendir cuentas se hacen los de la vista gorda.
El anuncio del fiscal de 41 personas imputadas entre funcionarios del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), contratistas y políticos, contra los cuales dijo se habían producido 20 capturas, muestran que ese comportamiento tan generalizado en algunos de creer que lo público es apropiable sin responsabilidad, debe terminar de una vez por todas. Las irregularidades de las que da cuenta el fiscal se desarrollaron en programas de salud, educación, atención a infancia y obras civiles. Todo es de suma gravedad, pero es evidente que si estamos hablando de un departamento que nos da noticias cada semana de niños que mueren por desnutrición a causas asociadas a este flagelo nos pone en una situación compleja. Aquí se combinan la corrupción, con la dificultad para recorrer el departamento y las costumbres ancestrales que hacen desconfiar de la mano de la ciencia. Por eso, el Estado no puede despreocuparse de su obligación y debe velar porque todo niño en ese y en los demás departamentos de Colombia tengan garantizados sus derechos mínimos.
El primero de julio de 1965 La Guajira pasó de ser una Comisaría Especial a Departamento, pero apenas sirvió para cambiar su rango administrativo, según resalta Castro Caycedo en la citada crónica que tituló entonces "18 mil kilómetros de desolación". Ahora la desolación se refleja en las muertes de niños. No puede haber peor corrupción que la que mata niños y de eso es de lo que se está hablando. Ojalá la Fiscalía en esta oportunidad llegue hasta sus últimas consecuencias y no se quede como en tantos otros casos, en anteriores administraciones, en escándalos de aperturas de investigación, pero en nada a la hora de las acusaciones.
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