La noche del pasado viernes fue una verdadera carnicería sin nombre, producto del fanatismo ciego de yihadistas dispuestos a morir inmolados, como una muestra de lealtad a su dios, Alá. Fue la expresión de una guerra santa que llena de pánico al mundo entero, debido a la posibilidad de que este tipo de ataques se repitan en otras capitales de Occidente, y se termine desencadenando un conflicto de proporciones mayores, incontrolables y con desenlaces insospechados.
El hecho de que el grupo yihadista Estado Islámico tenga entre sus principales líderes a europeos convertidos al islam, que logran camuflarse en sus propios países de origen, complican aún más las cosas para las autoridades a la hora de establecer controles. Peor aún, cuando estos terroristas se aprovechan del respeto a las libertades que se ofrecen en Occidente para actuar a su amaño en tierras europeas, sin que puedan ser neutralizadas a tiempo sus acciones fanáticas.
En Bélgica ya fueron arrestadas cinco personas que podrían estar relacionadas con los hechos de París, pero al mismo tiempo corren las amenazas de los extremistas contra otras ciudades de Occidente como Londres, Washington y Roma. Si esto se combina con las presiones de migración hacia Europa ejercidas desde los países en conflicto en África y el Medio Oriente, los riesgos se multiplican y el remedio a todas estas tensiones se hace cada vez más difícil.
Lo peor es que los terroristas parecen lograr siempre el objetivo de organizar acciones coordinadas que terminan causando masacres en contra de civiles inocentes, que poco o nada tienen que ver con las discusiones políticas, económicas o religiosas que encabezan quienes pretenden cambiar el curso de la historia a punta de violencia. Se habla mucho de reaccionar en bloque en contra de los terroristas y cerrar la posibilidad de que sus crímenes se expandan, pero los avances son mínimos.
Desde el fatídico 11 de septiembre del 2001, con el derribamiento de las Torres Gemelas en Nueva York por Al Qaeda, parece que esas expresiones radicales en lugar de ser mermadas, tienen cada vez más fuerza. Los atentados de marzo del 2004 en Madrid, en los que murieron 191 personas, así como los dos ataques de este año en Francia (hay que recordar que diez periodistas y dibujantes del semanario Charlie Hebdo fueron asesinados por el yihadismo a comienzos del 2015), no han logrado que Occidente conforme una verdadera estrategia antiterrorista que dé frutos.
Ya hay quienes dicen que el ataque en París no va a ser el último, por lo que es necesario estar en máxima alerta. Todo indica que hasta que Occidente no acepte la proclamación del califato del Estado Islámico, no cesarán los ataques. O incluso aceptando algo tan descabellado, la barbarie de los yihadistas no tendrá pausa. Por eso, se requiere una reacción con base en operaciones de inteligencia y captura de los jefes extremistas. Las medidas de prevención tienen que ir, además, desde reforzamiento en sitios de numerosa población musulmana en Europa, hasta mayor vigilancia de lugares públicos en los que se produzcan aglomeraciones, como plazas y estadios. Es evidente que estos criminales no miden consecuencias de sus acciones.
Cada vez queda más claro el grado de extremismo al que pueden llegar los actos de los yihadistas, quienes además de enfocar sus acciones en Siria, Irak, Egipto, Libia, Yemen y Pakistán, vienen demostrando su fuerza en Europa. La cumbre urgente citada para el próximo viernes por la Unión Europea tiene que arrojar como resultado que se adopten medidas que frenen de manera definitiva ataques como los que tuvo que soportar el pasado viernes la Ciudad Luz.
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