En la tarde de ayer la Policía detuvo a la mujer señalada de quemar con ácido a la recicladora manizaleña Luz Adriana Jurado Valencia, de 43 años, en hechos ocurridos en Soacha (Cundinamarca). Esta semana también fue capturado el presunto agresor de la joven Natalia Ponce de León, quien fue atacada en Bogotá. Y, aunque casi siempre las víctimas son mujeres, se conoció esta semana la muerte de un joven de 21 años de edad, a quien otro hombre le arrojó ácido, en el municipio de La Estrella (Antioquia).
Podríamos decir que estamos en una racha de un crimen que bien debería ser catalogado como atroz, pero que en la ley solo está tipificado como lesión personal dolosa, y sobre el que se mantiene una permanente impunidad. Solo ahora, cuando los medios ponen los reflectores en el tema, se ven resultados rápidos que ojalá sirvan para frenar su ocurrencia.
La evidencia de que no es un asunto nuevo, sino que viene desde hace tiempo ante la vista gorda de la sociedad y las autoridades, es que en la última década 926 personas, sobre todo mujeres, han sido reportadas como víctimas de este delito.
La Ley 1639 del 2013, en la que se endurecieron las penas para los agresores con ácido, estipula que el responsable deberá pagar una condena de cárcel de entre 6 y 10 años, aunque podría ser de 8 a 15 años si se afectan el rostro y el cuello. Con todos los beneficios que se tienen en Colombia en el ámbito penal, terminan siendo penas irrisorias que no sirven para generar escarmiento a los que se atreven a usar estas sustancias para causarles daño a otros.
De todos modos, esa norma contempla asuntos que si se aplicaran ayudarían mucho a las víctimas, que por cierto no pueden ser clasificadas como de primera y de segunda categoría. Lo grave es que aún no se ha reglamentado esa ley, lo que la despoja de los pocos dientes que podría tener.
Hoy, todo el mundo se indigna por lo que está pasando, y lanza toda clase de discursos para rechazar y aportar supuestas soluciones, pero es poco lo que se hace en concreto. Se habla de hacer más duras las penas para los agresores, para lo que ahora surgen proyectos de ley por todas partes. Sin embargo, lo que se observa es que mientras el tema no está en la opinión pública no hay quién le preste la atención que merece. Claro que debe ser considerado como un delito autónomo y hasta como tortura, sin posibilidades de obtener beneficios por buena conducta ni por ningún otro motivo, pero el problema es de mucho más fondo.
La sociedad colombiana tiene que reflexionar acerca de las causas profundas de estas situaciones, y trabajar en forma eficiente para prevenirlas. No se trata tanto de castigar más, pues eso significa admitir que el daño ya está hecho y que con cada nuevo caso se buscarán sanciones más fuertes. Lo ideal es que no haya daño, que la conducta general de los ciudadanos resulte civilizada y respetuosa, sin acudir a métodos tan bajos como los de atacar cobardemente a una persona indefensa.
El Gobierno Nacional tampoco le puede dar más aplazamientos a la reglamentación del comercio y expendio de sustancias corrosivas o que sean potencialmente peligrosas. La garantía de atención preferencial en salud para las víctimas y el seguimiento quirúrgico y psicológico de los casos tiene que ser permanente. De la misma manera, se debe trabajar en auscultar la ocurrencia de los casos, identificar sus causas y trabajar en programas que lleven a evitar que esas situaciones se vuelvan repetitivas. Estos hechos bárbaros tienen que acabar.
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