Lo que ocurre en Nigeria, país del centro de África, parece ajeno a nuestra realidad, pero tiene más que ver con nosotros de lo que pensamos. En las semanas recientes hemos leído u oído hablar acerca de las 200 niñas que fueron secuestradas el 14 de abril en esa nación por el grupo islamista ultraconservador Boko Haram, que en tres días de esta semana ha matado a cerca de 130 personas en ataques terroristas. Contrario a recuperar un ambiente de paz, la tensión y el miedo se agudizan cada día.
El presidente Goodluck Jonathan, quien ya ha recibido las manifestaciones de solidaridad de la comunidad internacional, se ve acorralado por los ataques, cada vez más violentos y crueles. Aunque en lo superficial hay una motivación religiosa en la que un grupo extremista musulmán quiere cerrarle el paso a la población cristiana, a través de la intimidación, lo que hay en el fondo es un profundo odio de ese grupo a los países de Occidente. Por eso tiene tanto que ver con nosotros este conflicto irracional. Boko Haram significa, justamente, "la educación occidental está prohibida".
No obstante, como en nuestro país, allí también se ha justificado la violencia en una lucha por la tierra, el poder y los recursos. La gran diferencia, que hace más complejo el conflicto nigeriano, es que lo religioso se ha puesto como un motor de alienación y adiestramiento de los miembros de ese grupo terrorista, a lo que se suma que desde el 2002, cuando nació esa agrupación, la pretensión de sus líderes ha sido la creación de un estado islámico independiente. Por eso, el panorama futuro para ese país africano es bastante oscuro.
Este es el momento en que nada se sabe del destino que han seguido las jóvenes raptadas de un colegio de Borno, en el nororiente de Nigeria, hace cerca de seis semanas. Se especula que el grupo terrorista, de manera estratégica, las ha distribuido por grupos en varias regiones del país, con el ánimo de utilizarlas como escudos y poder dar más golpes macabros a todo lo largo y ancho de Nigeria. De hecho, en lo que va de este año, Boko Haram ha matado a cerca de 1.500 personas, a través de bombas y asesinatos selectivos, a lo que se le suma el uso cada vez mayor del secuestro como instrumento de chantaje, y del cual muchos extranjeros han resultado víctimas.
El sanguinario líder de la agrupación, Abubakar Shekau, ha convertido a su grupo en una horda de asesinos a la que le da lo mismo atacar blancos opositores, incluso de procedencia musulmana moderada, que a civiles inocentes en forma indiscriminada. Es tal su demencial forma de actuar que ni siquiera organizaciones terroristas como Al Qaeda aceptan tener vínculos con ellos.
Lo más grave es que la precaria situación de pobreza y educación de la mayoría de la población nigeriana es caldo de cultivo para que los terroristas se fortalezcan por la vía de la intimidación o de la conquista de militantes, con dinero que roban de bancos y empresas. Ni siquiera la declaración de emergencia que decretó el gobierno a finales del año pasado en una amplia zona del norte del país ha servido para frenar la expansión del intimidante Boko Haram. La desconfianza de la población en sus Fuerzas Militares, con antecedentes muy cuestionables, es un gran obstáculo para lograr la tranquilidad.
El clamor mundial hoy es que se haga todo lo posible por rescatar a las niñas secuestradas y darle un golpe certero a la agrupación terrorista. Sin embargo, ante el riesgo de que una ofensiva militar pueda hacer daño a las adolescentes, la salida más conveniente sería que se allanen los caminos de una negociación que permita la liberación de las secuestradas y que baje los niveles de violencia que hoy se viven. El presidente nigeriano ha insistido en que traerá a las niñas de vuelta y castigará a sus captores. Ojalá así sea, pero que sea rápido, para ahorrarles sufrimiento a las menores y a sus familias. Hay que evitar que salgan lastimadas, la causa humanitaria tiene que estar en primer plano.
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