La vida privada se ha convertido en Colombia, en refugio de quienes ostentan posiciones públicas o de representación popular, para tratar de mimetizar actos no debidos, ante el juicio público. Para quienes tienen un criterio más severo del comportamiento humano, todo quien titulado como personaje público, ejerciendo o no cargos oficiales o de alguna representación, no tienen vida privada. Toda su existencia ha de estar a la vista y todos sus actos, veniales y mortales, sometidos al juicio de la opinión pública.
Bajo el manto sagrado de la vida privada, que debiera ser lo más decoroso y digno de la persona humana, se producen vergonzosos actos, la más de la veces impunes, por parte de hombres y mujeres con responsabilidades públicas.
No son pocos los que al tener que enfrentar un dictamen, por un proceder que tiende a manchar la integridad de una vida profesional, de inmediato tratan de eludir responsabilidades, alegando que son cosas de su vida privada. Una vida privada que no se precisa dónde empieza o dónde acaba.
Ese concepto de vida privada, donde se pueden acumular basuras personales impunemente, ni la sociedad ni el ámbito jurídico deberían aceptar. Cuando una persona, hombre o mujer, adquiere responsabilidades sociales, no puede tener dos clases de vidas, una oculta y otra visible.
Cuando se asumen personerías de cualquier lugar del andamiaje representativo, no se tiene ni se tendrá más de una vida. La vida pública cobija todo su entorno, hasta lo más íntimo de su existencia. Responderá por todo el conjunto vital con sus consecuencias. Las sanciones serán consecuentes. La condena social, con expulsión de todo lo que a ella atañe y las que dicten el imperio de la ley. Siempre sobre una sola vida que no es la privada, desparecida el mismo día de la unción pública.
Todos estos procederes son derivados de algo hermoso y maravilloso que adornan a unos pocos escogidos. Tan escasos en el mundo actual, que para encontrarlos se necesita la linterna de Diógenes. Esa magnificencia es la Ética.
La Ética para este escritor, es la magna y severa expresión de la conducta de los seres que ocupan este mundo.
La Ética no es el producto de las bancas escolares o universitarias y menos de los entornos políticos. Es algo doméstico, cercano a los genes y herencias familiares, que se predica día a día, desde las párvulas edades, con palabras y actitudes desde la primera manifestación de vida en el interior de una madre. La Ética es innata.
Es el sentir automático, casi sin meditación, para calificar una acción buena o mala, sin tener que consultar códigos ni legajos. Es decir, la ética soporta una concepción del comportamiento, que supera con creces las leyes humanas. Si se quiere la ética tiene un carácter elitista y exclusivo por lo escaso y depurado.
En los tiempos ya muy lejanos de este escritor, la ética era el centro de gravedad de la sociedad de Manizales. La corrupción ascendente de los últimos años en el panorama nacional, principalmente en la política electoral, ha carcomido los cimientos de la honradez y la pulcritud haciendo desaparecer la ética como bastión de las conductas públicas.
Esto es grave, la sociedad nacional y parroquial tiene la obligación de recuperar la Ética y hacerla brillar en el comportamiento de todas las gentes. De lo contrario será el caos.
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