El colombiano es el sexto himno más feo del mundo. Lo averiguó el periódico The Telegraph, de Londres, al margen de los juegos olímpicos.
Sin ponerse colorados, los ingleses del periódico informaron a sus lectores que el himno "fue la creación de un actor (?), un expresidente y un cantante de ópera". Bueno, si un presidente es un actor, se les valida la información.
Les faltó aclarar que Núñez escribió la letra para celebrar un acontecimiento regional, pero un lagarto finalmente lo subió de estatus, le buscó compositor y "habemus" himno.
El sexto puesto nos bajó la caña a los colombianos, a quienes primero nos meten el cuento de que tenemos el himno más bello, después de La Marsellesa. Luego nos empujan la letra y la música del dueto Núnez-Sindice, este último un italiano fabricante de macarrones.
Felizmente, el periódico solo tuvo en cuenta la música. De haber traducido la letra habríamos ganado medalla de oro.
Es lícito preguntarse: ¿Cómo traducir al idioma de Shakespeare algo tan traído por las mechas como "la Virgen sus cabellos arranca en agonía y de su amor viuda, lo cuelga de un ciprés"?
Después de recitar cualquier estrofa del himno de Núñez a cualquiera se le estropea el estilo que ha logrado construir para redactar.
Por simple sospecha, es fácil concluir que los himnos no se hicieron para que fueran bellos. Suficiente que hagan berriar a la gente. Logrado el objetivo, los compositores pueden pasar la cuenta.
Oímos el himno -sobre todo en el exterior-, y de inmediato la piel se nos pone de gallina. Ignoro qué nexos haya entre la piel de ave de tacaño vuelo y las glándulas lacrimales, pero tan pronto suena el himno, la lágrima reencarna en el plusmarquista Bolt, de Jamaica, y empieza a correr cien metros planos cachetes abajo.
Lo hemos apreciado en estos juegos cuando al ganador de una medalla de oro le ponen la melodía de su país. El cliente llora, y en medio del Niágara de lágrimas, empieza a cantar lo que debe ser la letra del himno. ¿O será aquel bolero con el que engañaba a sus amantes?
En los vuelos desde Miami, cuando el piloto anuncia que "pisamos" cielo colombiano, la gente de clase económica aplaude, llora, patalea, casi tumba el avión, y se deja venir con el himno. Los de primera clase, siguen bebiendo champaña y tragando caviar.
(Abro paréntesis para contar que vi a un ministro cantando La Marsellesa, un 14 de Julio, fiesta nacional francesa. Como me lo aprendí para impresionar a una vecina suculenta y retrechera, leyendo los labios del ministrico descubrí que mientras él iba por un lado, los franchutes iban por el otro. Se encontraron al final. Los anfitriones se comieron el cuento y ordenaron que le mantuvieran siempre llena la copa. Y el buche. Despachó todo el queso pornográfico que encontró).
Otro cuento que los colombianos nos tragamos es el de que hablamos el mejor español.
Así como nadie sabe de dónde salió eso de que nuestro himno es (o era) el segundo más bello, el origen de la historia de que hablamos el mejor español, es otro misterio. Parece que lo dijo un embajador boliviano al que se le fue la mano en lambonería. Desde entonces quedamos hablando mejor que Cervantes cuando comía con las dos manos.
Pero bueno, más feo que el nuestro son los himnos de Corea del Norte, Uruguay, a pesar de Onetti, Grecia, a pesar de Aristófanes, Irak, así hayan pecado allí Adán y Eva, Burkina Faso, Kazajistán y el Congo. Del ahogado el sombrero: gracias por negarnos la medalla.
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