La investidura de juez exige mucha dignidad, en “el sentido que obliga a buscar en la propia conciencia, más que en las opiniones ajenas, la justificación del propio obrar (…), porque juzgar a los demás implica a cada instante el deber de ajustar cuentas con la propia conciencia”, en palabras del jurista Piero Calamandrei.
Varios nombres de abogados caldenses vienen a la memoria al reflexionar sobre estos parámetros de dignidad, autoconciencia y austeridad: Tulio Gómez Estrada, César Gómez Estrada, Hernando Yepes Arcila, Humberto de la Calle Lombana, Fernando Giraldo Gutiérrez, Rigoberto Echeverri Bueno, su hijo Rigoberto Echeverri Sepúlveda y Álvaro José Trejos Bueno, entre muchos otros.
Estos nombres nos hacen preguntarnos qué tiene la escuela de derecho de la Universidad de Caldas para que permanentemente logre titular abogados con ribetes dorados, de prestigio e influencia intelectual, lo que les permite llegar a las más altas cortes del Estado.
Diría que la calidad de nuestros primeros maestros, sin duda fue el primer y fundamental ladrillo de este firme edificio. Específicamente, creo también que la mezcla que pega cada año esta edificación es la suma de estudiantes, profesores y egresados, y tiene algo original en nuestro caso.
Manizales es una ciudad mediana, cuya clase alta tuvo un origen rural, de cafeteros medianos y grandes. Es decir, nuestros ciudadanos de relativos altos ingresos -los supuestos ricos- no eran más que los más afortunados de aquella clase media rural de la exitosa civilización cafetera, en su gran mayoría compuesta por pequeños y medianos propietarios.
El hecho de que la Asamblea de Caldas haya proclamado en 1943 una universidad pública, en medio de los cultivos de café arábigo, con una carrera de derecho -además de la de medicina y otras profesiones liberales- significó darle a este entorno tan particular para Colombia, una oportunidad de oro, única e irrepetible.
Esa oportunidad -que en mi caso también fue determinante- de juntar bachilleres de todos los orígenes socioeconómicos bajo un mismo techo y propósito (el propósito del conocimiento, que parte desde el hambre del saber), ha permitido formar, antes que abogados, ciudadanos conscientes de que el nuestro es un país aún por integrar, aún por construir, porque es tremendamente injusto.
A mediados del siglo XX, en Manizales quizás no se dieron las marcadísimas diferencias sociales que existen de antaño entre los colombianos y que se remontan a la compleja y colonial figura de la encomienda, fortalecida luego por la hacienda.
Dice al respecto el sociólogo de la historia, Fernando Guillén Martínez, que en la encomienda “la estabilidad y los proyectos de vida de los campesinos llegan a depender del paternalismo arbitrario del patrón”.
Se dibujaba entonces, a mediados del siglo XX, una Colombia donde por centurias imperaba en el 70% de su población -que era rural hasta aquel momento- una sociedad en extremo excluyente, donde incluso la identidad personal, en el espacio social era algo de “inseguridad íntima” -en palabras de Guillén-, porque dependía del patrón, no de sí mismo.
Formarse entonces como abogado, en una universidad pública, en una ciudad mediana y cafetera, quizás fue encontrar un espacio de igualdad social, el último espacio donde personas de todos los orígenes sociales pueden conversar por última vez en condiciones de igualdad, antes de diferenciarse de nuevo en el mundo social y laboral.
Creemos en la necesidad de las instituciones públicas, en especial en un país desigual. Parafraseando a Popper, creemos que “las instituciones [como la justicia y la universidad pública], son como unas palancas, necesarias si queremos lograr cualquier cosa que vaya más allá del poder de los músculos [económicos]”.
Quizás fue esa particular universidad pública caldense la que dotó a nuestros juristas de los valores que los llevaron a las altas cortes, sin diferencia de orígenes socioeconómicos. Sí, la universidad pública es el último espacio donde todos somos iguales, por encima de las diferencias sociales.
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