Las grandes ideas sociales, cuando adquieren reglamentos y jerarquías, se dañan; se pervierten. Y en esa perversión tienen notable injerencia los políticos, que tratan de sacar provecho para sus capitalizaciones electorales de todo aquello que represente votos. Y si, de paso, se manejan recursos económicos, mejor. Pero como "la plata va donde el bobo y vuelve donde uno", se observa en los últimos tiempos que las comunidades tienden a regresar al socialismo elemental de la solidaridad de las comunidades, como la práctica del cristianismo puro ("Amaos los unos a los otros") y el rescate de las costumbres indígenas. Y se registra, también, con admiración y agrado, que la liberación femenina invierte buena parte de su energía y creatividad en formar movimientos comunitarios, que solucionen problemas de núcleos humanos identificados en propósitos comunes, actuando con autonomía y procurando que los políticos se mantengan alejados de sus objetivos. Con frecuencia se conocen agrupaciones de mujeres que adelantan trabajos cooperativos (agrícolas, manufactureros o de servicios), para fortalecer sus ingresos, mejorar la calidad de vida de sus familias y sacar adelante a los hijos. Las ventajas de estos procesos son muchas, entre las principales manejar las mujeres el tiempo a conveniencia, para poder atender bien los hogares; reducir o eliminar la dependencia de malos maridos o compañeros sentimentales mantenidos; ponerles condiciones a gobernantes oportunistas; y mantener a raya a las raposas politiqueras.
Antes del nefasto Frente Nacional, que si bien acabó con el sectarismo liberal y conservador engendró males peores, como la corrupción administrativa y la indolencia social de las poblaciones, atenidas al paternalismo del Estado, existía un socialismo natural, espontáneo. Las personas exageradamente ricas no eran muchas; había una clase media abundante, que vivía con dignidad y con las comodidades necesarias, sin excesos ni carencias; y los más pobres tenían al menos "donde meter la cabeza, aunque se les quedaran las patas afuera", como gráficamente decía mi mamá, y no aguantaban hambre.
Este fenómeno lo resume así Octavio Hernández Jiménez en su libro "Apía: Tierra de la tarde"*: "Habitaban casas de la misma arquitectura, sin barrios que discriminaran a quienes moraban en ellos; cumplían con los mismos deberes, asistían a la misma escuela, al mismo colegio, al mismo templo, al mismo teatro, a los mismos negocios. Los padres eran compadres entre sí y las madres cumplían deberes similares antes de salir corriendo a cumplir la cita con las campanas. Entre la mayoría de los habitantes se compartía una especie de socialismo elemental, en cuanto a intercambio de semillas, de productos, de servicios, de negocios a viva voz, y eso ayudó mucho en el momento de percibir los problemas y concebir las soluciones". Lo mismo que describe el autor sucedía en todos los pueblos, antes de que se llenaran de doctores y se acabaran los señores; y de que el mafioso local gritara en la mitad de la plaza: "Pero sigo siendo el rey".
* Hernández Jiménez, Octavio. Apía: Tierra de la tarde. Editorial Manigraf. Manizales, 2011.
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