El contenido de este artículo a muy pocos gustará. El país tiene una visión radicalmente agresiva sobre la terapia aplicable a la subversión. Se ha elegido la prolongación de la guerra de más de cincuenta años como único objetivo contra la guerrilla. Seguiremos padeciendo, en conclusión, más atentados contra pueblos inermes, más pipas de gas incendiando las aldeas, prolongado el secuestro como inicuo programa de financiación, más inseguridad en las carreteras, más asaltos, mayores perjuicios a la economía nacional. En la orilla oficial la respuesta es de sangre y fuego. Los subversivos serán cazados como fieras, la fusilería del Estado les migará plomo y la selva seguirá convertida en sórdido paredón de la muerte. Desaparecerá la compasión y el mensaje cristiano sobre la vida será una yerta retórica. Proseguirá librándose una guerra sin cuartel.
No estamos frente a una política nueva. El Estado, a través de sus gobiernos, ha sido implacable en su obstinada persecución de los violentos. Ha matado sus cabecillas, ha encarcelado y condenado a millares de sus conmilitones, logró que internacionalmente fueran reconocidos como grupos terroristas y ha catequizado la opinión que los repudia. Es feroz el clima psicológico contra quienes han convertido las zonas montañosas en trincheras y se han escondido allí, además, de la justicia que los persigue. Nadie en el mundo es condescendiente con esta situación irregular.
Contra esa corriente de exterminio, muy pocos creemos que al añejo conflicto debe dársele una solución política con obvias consecuencias que pueden aterrarnos. Ha sido, en cinco decenios, inútil el fusil. Se ha diezmado la guerrilla, mas no ha sido extinguida. Ésta utiliza tácticas perversas. Se ha fortalecido económicamente con el narcotráfico y el secuestro, creó la engañosa expectativa de su pronto reintegro a la normalidad civil en el gobierno de Andrés Pastrana, superó la muerte de Manuel Marulanda, su fundador, no la ha liquidado la violenta desaparición de Raúl Reyes, Mono Jojoy y Alfonso Cano, y hoy, a cada instante, desata monstruosos actos vandálicos que aterran al país.
Nadie en el mundo se explica, por ejemplo, que en la veloz trashumancia de las cordilleras, la guerrilla pudiera alimentar a más de 30.000 subversivos, conseguir permanentemente botas de caucho para sus milicias, vestirlas, alimentar bien a los secuestrados que en la última liberación, después de doce años de cautiverio, los vimos robustos y de buen talante, tener corredores por donde les llega la vitualla, túneles por donde saca la droga que elabora, su comercialización, el ingreso clandestino de los dólares, su conversión a moneda nacional, etc. Cómo se entiende que en más de 50 años ningún gobierno haya sido capaz de taponar sus secretos caminos que les ha permitido subsistir. Pero aún más: las armas. Por qué sendero les llega, de dónde provienen, quién las compra, cómo las paga, cómo, cómo, cómo se abastecen de las mismas. Dan risa los cacareos del señor Uribe. En sus ocho años de gobierno, qué puede contestar sobre los interrogantes anteriores. La víbora quedó viva.
Estas reflexiones deben concluir en algo concreto. Se impone un entendimiento político con la guerrilla, superando, con grandeza histórica, los traumas emocionales que de esa reconciliación han de derivarse. Unos proclaman una línea intransigente con los cabecillas de la subversión. Sería eternizar la guerra. Los actuales presidentes de Brasil, Uruguay y El Salvador fueron comandantes de esas montoneras criminales y ahora ejercen el poder con aplaudida responsabilidad. En Colombia, bandidos del M-19, con infernal sevicia, asesinaron a José Raquel Mercado y Gloria Lara, y cometieron el genocidio del Palacio de Justicia. Sin embargo, sus jefes, piratas de la muerte, han sido después de esas dantescas tropelías, ministros, parlamentarios, gobernadores y alcaldes de Bogotá.
¿Por qué cerrarle a la guerrilla, los estadios de la democracia? ¿Por qué no aceptar la amarga realidad de tener, por vía eleccionaria, un futuro presidente llamado Petro o Timochenko? Conjetura improbable, mas no imposible.
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