Qué delicia vivir frente al mar, despertarse y ver la inmensidad y belleza del mundo en todo su esplendor. Caminar por la playa cada mañana y todas las tardes contemplar el atardecer mientras la brisa acaricia y refresca la piel bronceada. Qué ricura el mar caribe colombiano. Qué placer sentir su sol, la danza de sus palmeras, la sabrosura de su gente, que vive sin afán la vida, disfrutando cada momento.
Nos fuimos a Santa Marta con la idea de comprar un apartamentico sencillo para vivir allá algún día no muy lejano… ¿Por qué esperar al final de la vida para cumplir un sueño? Allá haría todo lo que no hago en Bogotá: madrugar a hacer deporte, caminar, meditar, nadar. Todo esto bajo el sol. Por qué esperar para vivir una vida más sana e intensa y escribir inspirada mirando al horizonte tragarse sus barcos de juguete. Dicen que pobre no es el que tiene poco sino el que necesita mucho. Reducir entradas, y también gastos, y largarse sin muchas responsabilidades a consumir poco pero en cambio aire puro, brisa, tambores, playa y mar. Irse a Santa Marta a consumir vida pura antes de que sea demasiado tarde. Con eso tengo.
Llegamos en la búsqueda y el primer día nos consumimos una sobredosis total de vida pura: caminamos horas por la playa soportando el sol del mediodía sin inmutarnos, aunque eso sí, embadurnados de bronceador y acompañados de unas varias cervecitas, comimos deliciosa arepa’e huevo y además toda clase de mariscos y pescados. El atardecer lo vimos metidos en el mar.
Al otro día, insolados, no pudimos salir a la playa ni a la piscina. Nos vestimos de costeños y nos fuimos muy orondos a recorrer la ciudad caminando a 40 grados de temperatura. Sudé como no había sudado nunca, era como si estuviera bajo la ducha con mi manta india pegada a la piel caliente. Logré comprar una pava y por primera vez entendí de qué se tratan los sombreros. Fue demasiado: tampoco sirve que el helado se derrita entre las manos. Nos devolvimos rapidito al apartamento con aire acondicionado que alquilamos. Quedamos profundos como a las 7 de la noche.
Al otro día nos levantamos con todas las energías y vimos con cierto temor al inclemente sol aparecer tras los cerros. Nos bañamos temprano y nos quitamos toda la leche de magnesia que nos untamos la noche anterior para quitarnos el rojo del cuerpo, y poder salir, esta vez con bloqueador #50, a aporrearnos menos que el primer día, pero lo suficiente para conseguir el apartamento soñado con vista al mar. El rojo no se quitó, por el contrario, ahora estaba en todo mi cuerpo, incluso en la marca blanca del vestido de baño. Noté que tenía relieve, y en cinco minutos, cuando me puse las gafas, se convirtió en ronchas incandescentes… ¡Una alergia!
Llamamos y le recomendamos al portero del edificio que nos avisara si sabía de algún apartamento para la venta y nos quedamos por la sombrita en la piscina con vista panorámica al océano. Qué tal conseguir en esa belleza de edificio un apartamento con ese espectáculo de mar al frente. De pronto llega el portero a decirnos que había, no uno, sino tres apartamentos. Fuimos a verlos de inmediato: lindos, pero dos sin vista al mar. En uno se veía dónde estaba pero había que imaginárselo y el atardecer tampoco se veía, pero sí el colorcito. En el otro, nada, un balcón de ataque pero con un edificio al frente. Y el tercero, el de la vista, venenoso.
Ya era el cuarto día y la alergia estaba peor. Qué importa, qué carajo, más sol para que se acostumbre. Cuando le empezó lo mismo a mi pareja eso fue lo que le aconsejé y nos fuimos otra vez a buscar en cada edificio por la playa, nos bronceamos y jugamos en el mar, compré perlas hechas a la medida y comimos ceviches en todas sus formas. Cuando llegamos al hotel ya la cosa no era de leche de magnesia sino de hospital. Allá nos dijeron que podía ser la arena, o los mariscos, las perlas, el bronceador, el mar o el sol.
O una simple cuestión de rolada, pienso yo. Eso no es tan fácil, como me dijo mi hermana Ana María cuando le dije que me gustaría vivir en Santa Marta. Eso uno tan rolo no se merece ser costeño ni siquiera por un segundo.
El dermatólogo en Bogotá nos dijo que podíamos hacerle un estudio a la alergia para saber a qué se debe, pero podía tardar años. Lo único que está descartado es que sea por ver el atardecer. Pero de todas maneras me parece una tragedia que la edad también traiga alergia a la vida pura. Jamás me lo esperé, como nunca pensé que un apartamentico frente al mar pudiera ser tan venenoso.
Creo que nos vamos a ir más bien por los lados de Chía a ver qué vemos por ahí.
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