Hasta el final, hinchas del Nacional y cronistas deportivos, hablamos pestes del técnico Osorio. Lo convertimos en rey de burlas. Le afrijolamos los más perversos adjetivos. Le dimos duro a su biografía.
Quevedo y Villegas, quien se tenía confianza para ofender, nos quedaba enano a los seguidores del verde. Osorio Juan Carlos, 52 años, risaraldense de Santa Rosa de Cabal, fue siempre el trompo de poner.
Donde hubiera perdido Nacional -que se disfrazó de blanco en El Campín para despistar al rival que se creyó jugando contra una recocha- Osorio habría tenido que suspender sus visitas al supermercado.
Y renunciar a montar en el ascensor de su edificio donde compartía claustrofobia con caras malucas cuando perdía el Atlético. Y risitas cómplices de felicidad en épocas de vacas gordas balompédicas. Los hinchas somos arribistas por naturaleza.
Lo sabe el técnico desde cuando ganó el primer campeonato con el Once Caldas. Claro que el que ganó el día que su hijo cumplió 13 años fue más sufrido.
Sus familiares hasta el vigésimo grado de consanguinidad, padecieron también el acoso -bullyng ventiao- de la hinchada. Feliz Osorio que tuvo un semestre para que le recordaran a su mamacita. (¿Por qué a los padres nunca nos madrean? El “bobo sapiens” es inequitativo hasta para ofender).
Cuando el Nacional estaba lejos en la tabla, nada de ir al parque, al teatro o a cine, y menos andar por la calle con su barba de tres días y su motilado de nerd. O de mariner gringo. O de integrante de la armada de Isabel II.
No en vano fue asistente del técnico del Mancheter City. De Inglaterra regresó con los títulos de Lord y Sir que hace quedar mal con las pataletas de niño que da cuando sus alumnos se descachan.
Hacíamos cola para burlarnos de su devoción por apuntarlo todo en papelitos fugaces que los jugadores desarrugaban y leían en la cancha como si fueran mantras. ¿O conjuros para convertir el fútbol del adversario en una babel de desaciertos?
En la mala, a Osorio, los verdolagas lo veíamos escuálido, feíto, con el almuerzo embolatado, sin norte, sur, oriente, ni occidente. Con cara de muchacho siempre regañado.
Cuando el cineasta Passolini dijo que el poeta del año debía ser el goleador del campeonato, no pensaba en Osorio. Se refería a gente como el paisa Wilder Medina, del Santa Fe, blanco de sus críticas dizque por fingir lesiones. No hay tal: en el Atanasio sus marcadores casi lo dejan sin los talones de Aquiles. Lo vimos por la televisora.
Los detractores de Osorio teníamos lista la frase mordaz para criticarle que jamás hubiera encontrado la alineación ideal. Ni su almohada sabía cómo jugaría el siguiente partido.
Sus subalternos sabían que ninguno tenía la titularidad escriturada. Era el truco del pragmático Osorio para exprimirles hasta la última gota de fútbol.
Le teníamos remplazo en caso de que hubiéramos perdido contra Santa Fe. Su sucesor era cualquiera del directorio telefónico tomado al azar. Lo veíamos llenando crucigramas y pasando hojas de vida. (Todos menos sus jefes que lo ratificaron desde antes de la final).
Con su cara de retrato hablado, ganó puntos imposibles. Al técnico que ametrallamos con los más infames agravios, le debemos la estrella 12. Disculpas y gracias, Sir Osorio. Para mí usted es el poeta del año. Sin la venia de Passolini.
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