¿Qué sería de nosotros sin la fe? ¿Cómo soportaríamos la vida sin la luz celeste que nos convoca como un imán irresistible? ¿Qué sentido tendría este peregrinar, acopio de miserias, sin una esperanza que nos incite a la intemporalidad? ¿Qué de nuestros dolores, qué de las noches sin orillas, de las angustias con sus lloros, qué de nuestra ansiedad espiritual? ¿Para qué vivir si en el horizonte no hay un sendero de nubes nacaradas y unas estrellas de fulgor perenne?
La religión nos colma de incertidumbres. ¿Quién entiende que un soplo sea el acto primo de la divina voluntad creadora? Desde la eternidad estaban predeterminados nuestros periplos, los símbolos espirituales que nos marcan, las metafísicas indescifrables que finalmente culminan en la muerte. Son inciertas las travesías sembradas de obstáculos, con nubarrones que invaden el continente de nuestra alma. Un alma triste, aporreada por la adversidad, incapaz de percibir la dimensión de su destierro. Nada es nuestro. Ni el horizonte que se achica, ni el espacio del sonido, ni el fugaz hartazgo de los sentidos, ni las introversiones coercitivas. Nada nos pertenece. El día con sus estallidos de luz, la caprichosa lontananza, el corazón con sus melindres, el océano con sus tempestades, las perplejidades que nos limitan, todo nos llega de territorios extraños. Nos abrevian la metáfora de los sueños, nos prohíben las deliberaciones, nos quitan los intervalos para la duda.
Dios es misterio inescrutable. Es la respuesta final a los interrogantes. ¿Qué seríamos sin Dios? Una caravana de ciegos tanteando los abismos, un montón de cuerpos que se estorban, un acoso de debilidades. ¿Para qué la palabra y el etéreo ámbito de la poesía, para qué la prosa ondulada y el vuelo del ave, los arreboles sangrientos de la tarde, el esplendor del sol y la tristeza de la luna, para qué el camino y el amanecer, el clamoreo de la mañana, el restañar del día, la curvatura de las horas, para qué el tictac de los segundos? Sin Dios la vida es una saturación de anhelos frustrados, un cementerio de fracasos.
Se vive para caer. Invaden las tinieblas, las angustias ahogan, gimen los remansos en la quietud de los estanques, hay sofocos de pasos que conducen a ninguna parte. "Vivir es perder tiempo", escribió Jorge Santayana. En cada despertar sellar la caja fuerte de los sueños, repetir alboradas, abrir ventanas, ensanchar pulmones, recibir las bocanadas de aire que llegan de las forjas cordilleranas, recoger en las cuencas de las manos el gorgoriteo del agua que se evade, acostumbrar el oído al diapasón de las acústicas, utilizar el báculo nudoso para desbrozar senderos, insistir en las gastadas sandalias para los peregrinajes, descansar sobre túmulos camineros. Esa es la vida.
La vida es corta. Es una lontananza que se agota. Es un almanaque que tiene su diciembre. Es una vendimia de remembranzas. Sobre la corteza de una frágil memoria desfilan los campos con sus verdes múltiples, resuena el timbal de las cañadas, se esconden las euménides en el torbellino de los ríos, son más espesas la nubes que arropan el pico de las montañas, menudea la contabilidad de las pisadas, se refugian los amores que jamás se develaron, se oculta el veleidoso corazón.
Llegó la hora de la recolección. ¿Cuál es nuestro equipaje para esa eterna travesía? ¡Ah, los misterios de Dios! Llegamos a las puertas de su presentido palacio, de bóveda bruñida, sangrantes y curvas las espaldas, la túnica hilachada, averiada la piel hosca de los pies.
Abatidos, escuchamos palabras imprecadoras, el agrio sermón salido de sus labios de fuego. Consternados le gritamos a Jesucristo: "Sálvanos Señor". "Acuérdate de mí cuando estés en el reino de los cielos".
Esa plegaria le ganó el paraíso al buen ladrón.
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