No es la mejor forma de inaugurar febrero, el mes bonsái que tanto detestan los corruptos porque le faltan dos días para robar, pero me acaba de suceder. Así que, desocupados lectores que aún no han desertado, les soplaré la pequeña historia de mi última cordal a la que quería más que a “mis zapatos viejos”. Nos entendíamos de maravilla. Habíamos nacido el uno para el otro. Pero también las cordales, como el amor, son eternas mientras duran.
Un poema español de la Edad de Oro me hizo cogerle tempranero pavor a los dentistas, como en mi remota mocedad se les decía a los odontólogos, esos profesionales que nos conocen por dentro. Tanto como los ginecólogos conocen a nuestras “dulces enemigas”.
En divertidos versos, el ingenioso Lope de Vega cuenta la historia de un paciente al que el barbero aligeraba de las muelas buenas pero iba dejando la que ameritaba extracción.
La confusión surgió porque el paciente le pidió a su dentista que le echara abajo la penúltima muela. (Recordemos que el dentista era a la vez barbero, sangrador y músico. Hoy hay especialista por cada centímetro cuadrado de nuestra anatomía. El experto en el dedo meñique, por ejemplo, nos remitirá al especialista en el dedo gordo, si el averiado es éste).
“El barbero que no era en penúltimas muy ducho, le echó la última afuera” según el relato de Lope.
En casa ahorrábamos hasta en sacamuelas: cuando los dientes de leche empezaban a tambalear en su alvéolo, agarrábamos hilo de coser y ahorcábamos con él la pieza que arrancábamos de un tirón. El ratón Pérez no había llegado a mi vida para que me indemnizara con un regalo.
Otras mamás se “armaban” de pañuelo, agarraban el intruso entre los dedos y jalaban. No se conocía la anestesia. Al menos en mi barrio.
Para redondear la faena, colocaban un pañuelo alrededor de la cara del damnificado para evitarle vientos perjudiciales y disfrazar la hinchazón de la víctima que quedaba convertido en un Nazareno.
Con el pañuelo nos ahorrábamos cirujano plástico que entonces tampoco se había inventado. Los feos se las tenían que arreglar caminando rápido. O ahorrando en espejo.
Pero a veces había que ir adonde el dentista. Helaba la sangre verse con la boca de par en par, como la puerta de una iglesia, y observar luego en la mano del profesional una especie de tenaza o gatillo. ¿Anestesia? Imposible darse esos lujos. “Éramos pobres pero no lo sabíamos”, para decirlo con Eisenhower.
Desde entonces comprendí a la fuerza que el odontólogo es una siquiatra con pinzas. De todas formas, reconforta saber que cada día mejoran sus herramientas de trabajo.
(Mi pragmático padre no se fue por las nubes: recién casado, notó que a su novia -mi madre- le dolían varias muelas. Sin pensarlo dos veces, la llevó adonde el dentista del pueblo y ordenó: toda la dentadura abajo. Y adiós dolores de muelas).
Ese miedo ancestral, revive cuando los adultos nos enteramos de que nos tocó extraernos alguna cordal, también llamada muela del juicio porque aparece cuando la vida nos notifica, implacable, que empezamos a sobrar.
Las cordales son más inútiles que el rencor y la virginidad juntas, pero que hay que borrarlas del mapa facial porque son fuente inagotable de infecciones.
No hace mucho tuve que visitar al odontólogo para que se quedara con mi última cordal en menos que se persigna un cura pedófilo. Afortunadamente, la anestesia ya había llegado a mi vida. Ni cuenta me di de que era una cordal más pobre.
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