"Me dicen los historiadores", dijo Santos en tono celebratorio el día en que se aprobó la Reforma a la Justicia, "que nunca habían visto un gobierno así, ni siquiera el de López-Pumarejo".
La vanidad, al fin y al cabo, es una de las muchas características de los políticos. Pero hay muchas clases de políticos. Los hay buenos, malos, corruptos, honestos, capaces, incapaces, liberales, conservadores, etcétera. Las clasificaciones, sobra decirlo, son siempre interminables.
En esta ocasión quería traer al caso una clasificación que ya ha sido planteada en muchas ocasiones: por un lado están quienes viven "para" la política y, por otro, quienes viven "de" la política.
Los primeros son políticos ocasionales, apasionados (si se quiere decirlo). Ven la política, no como una forma de vida, sino como algo transitorio: una distracción, un servicio obligatorio a la sociedad, una forma de obtener un incremento en su pensión, o un paso obligado para el reconocimiento social.
Los segundos, por el contrario, viven "de" la política. Dependen económicamente del Estado, en todas sus formas. Son, en últimas, políticos de profesión. Así como el oficio del panadero consiste en hacer buen pan, y tratar de que siempre esté fresco, el oficio del político de profesión es mantenerse vigente para poder estar en un cargo de representación popular, ser un funcionario en alguna entidad del Estado, o ser un contratista.
¿Cuál puesto público? Cualquiera. Lo importante no es el puesto, sino tenerlo. Puede empezar su carrera como funcionario en el Ministerio del Medio Ambiente en la División de Cambio Climático, y después, por esas cosas que pasan en la vida, trabajar en el Ministerio de Minas y Energía en la división que concede permisos para explotar oro a cielo abierto. Más adelante, un conocido le consigue un contrato para proveer libros pedagógicos o alimentos a las escuelas públicas, o, por qué no, para hacer una página de Internet cualquiera en donde cierta entidad va a publicar sus contratos. Finalmente, puede decidir lanzarse a un cargo de elección popular: Concejo, Asamblea, Congreso, Gobernación… El cielo es el límite.
Para conservar vigencia, los políticos profesionales deben cambiar todo el tiempo, como la marea cambia con el sol y la luna (como dijo una vez Santos "solo los imbéciles no cambian de opinión"). Después de todo, su habilidad, decía Bertrand Russell, consiste en ser jueces de las pasiones populares: decir lo que la gente quiere oír en el momento preciso. No importa que las ideas que defiendan sean convenientes o inconvenientes para el país, lo que interesa es que sean populares, aceptadas por la opinión pública.
Se vanaglorian de sus propios triunfos, y exageran los errores de sus contrincantes. En eso consiste todo. Por eso Santos pasó, de promover la Reforma a la Justicia, a echarle la culpa a los Congresistas por sus "micos" (cuando, como ya ha sido demostrado, de los cuatro "micos" que llevaron a Santos a objetarla, tres ya eran conocidos y aceptados por el Gobierno).
Ser político, al fin y al cabo, es una forma de vida para muchas personas. El problema con esto es un problema de incentivos. Si uno elige ser político de profesión, y la vigencia del político depende del beneplácito de la opinión pública: ¿cómo no cambiar también con la opinión pública?; ¿Cómo no mostrarse indignado, cuando el pueblo está indignado, y complacido cuando está complacido?; ¿Cómo no ser desbordadamente vanidoso, e ideológicamente flexible?
Según la última encuesta hecha por Gallup, la favorabilidad de Santos bajó de manera precipitada al 48%, y la imagen desfavorable del Congreso subió al 69%. No se les haga extraño que, en los próximos días, se hagan anuncios importantes (como el de las 100.000 casas gratis).
Valga decir, en todo caso, que sería mejor tener menos políticos profesionales, y más políticos ocasionales.
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