De cara a la opinión pública no cabe duda que las reflexiones académicas, políticas, económicas y culturales en torno al Paisaje Cultural son aún incipientes si queremos dimensionar lo que significa para la región y el país una declaratoria de la cual la mayoría de la población apenas sí ha oído alguna información ligera y desprovista de análisis. En ese sentido, las universidades se presentan como uno de los escenarios -entre muchos otros de carácter público y privado- dentro de los cuales la discusión y generación de conocimiento sobre el Paisaje supere un asunto que pareciera más una moda que una oportunidad para replantear tanto el pasado, el presente y el futuro de nuestras sociedades.
Como lo plantea el profesor argentino-mexicano Néstor García Canclini, quien visitó por estos días nuestro país para dictar un seminario en el Doctorado de Estudios Sociales de la Universidad Externado de Colombia, si bien en rigor el patrimonio cultural expresa una serie de coincidencias de algunos grupos -sociales, políticos, económicos- en la valoración de bienes y prácticas que los identifican, las actividades destinadas a definirlo, preservarlo y comunicarlo, amparadas por el prestigio simbólico e histórico de ciertos bienes y prácticas culturales, incurren siempre en una simulación: fingen que la sociedad no está dividida en clases, géneros etnias y regiones, o sugieren que esas fracturas no importan ante la grandiosidad y el respeto ostentados por las obras patrimonializadas.
Salta entonces un aspecto estratégico en el tema del Paisaje Cultural Cafetero que trae consigo la reflexión obligada sobre la pregunta del simulacro que señala el profesor García Canclini: hasta qué punto coinciden entre los diferentes actores de los departamentos que conforman la región, y fundamentalmente de sus pobladores, las reinterpretaciones de un pasado centrado en las prácticas sociales y culturales ligadas a una producción cafetera que sustentó la economía regional y de las cuales queda poco; cómo dialogar en medio de la diversidad, la diferencia y los matices que los caldenses, quindianos y risaraldenses tienen acerca de un proyecto que pretende unificar una cosmovisión que hoy pareciera estar más amarrada a una suerte de nostalgia rural que a la realidad de un urbanismo cotidiano que define en buena medida nuestras maneras de hacer y ser cultura.
Simultáneamente, por su propia naturaleza toda declaratoria patrimonial pone en valor económico la cultura, donde el estatus del Paisaje Cultural Cafetero se convierte en una especie de marca de calidad. La cuestión entonces es: qué se rentabiliza y quiénes se benefician de ello. La solución a esta pregunta vital pasa ineludiblemente por el diseño, formulación y aplicación de políticas públicas que garanticen que todos los habitantes de la región -amparados por el prestigio simbólico e histórico de los bienes y prácticas del Paisaje- puedan tener la posibilidad de participar de los beneficios presentes y futuros que se espera lleguen atados a este reconocimiento de la Unesco.
Si bien el patrimonio cultural cafetero sirve para unificar en algunos aspectos la región, es importante tener presente que éste es también un espacio de confrontación y disputa simbólica y material, y que no todos participan de manera igual en su conformación y consolidación, ya que como sabiamente lo describe Canclini, los bienes reunidos en la historia por cada sociedad no pertenecen realmente a todos, aunque formalmente parezca ser de todos y estar disponibles para que todos los usen.
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