Otra vez vendí mi tiempo al mejor postor. Y aunque fue más lo que me demoré para conseguir los papeles requeridos que lo que llevo contratada, me encuentro en tal agotamiento emocional, físico y mental que no puedo recordar de qué se trata la vida.
No he podido sacar ni un tiempito para renunciar. Los días son tan largos y las noches tan cortas que ya no sé muy bien dónde termina la pesadilla y empieza la realidad. Puede ser la edad. O tal vez que soy muy floja. Pero para darles una idea es como si yo manejara de mi casa en Bogotá hasta Honda todos los días. Me echo tres horas y media diariamente en un trancón atravesando la ciudad dos veces. Me levanto de noche. No desayuno, porque me da rebote el susto que me pega el pito de la alarma, que aunque le cambio el tono cada noche y he probado todas las melodías, no se sabe cuál es peor. Hasta con música me parece desastroso empezar el día. Sea cuál sea, apenas suena quedo sentada de un brinco. Después de que en penumbras tumbo la lámpara de la mesita hasta que por fin encuentro el aparato, que pongo cada noche en el mismo sitio, lo aprieto duro entre mis manos y espicho todas las teclas al mismo tiempo tratando de enloquecerlo o quitarle el aire como hace él conmigo. Logro pararme de la cama dormida, con náuseas y mal genio. Entro a la ducha y me siento en el piso. Cuando empieza a amanecer me despierto y otra vez se me olvida a qué vinimos al mundo.
Todo lo que yo pueda decirles del trancón en Bogotá a las horas pico es pálido reflejo de esta tortura. Y sin dormir ni se diga, pues mi sueño es esquivo antes de las 11 de la noche y además me despierto cada hora por tratar de ganarle a la alarma y apagarla antes de que suene. Y esa felicidad cuando el reloj marca apenas las 2:15 A.M. porque todavía me quedan tres horas y quince minutos de calor envuelta en las cobijas. Es que enfrentar el frío de Bogotá a esas horas de la madrugada es una crueldad con la temperatura del cuerpo. Tanto me acobijo que me despierto bañada en sudor. Aunque se debe también al desespero que me produce la pesadilla que se repite cada noche: tiene modalidades diferentes pero la angustia es la misma, ya sea porque camino durante horas alrededor de una piscina bajo un sol ardiente y sigo igual de blanca y fría, o porque veo la playa y no puedo llegar por culpa de una reja transparente que al chocarme con ella me recuerda que nunca llegaré, o porque voy en un trancón y veo una playa a lo lejos y me bajo del carro a rogarle a un policía que por favor me deje entrar a broncearme sobre una roca que parece una cama doble.
Sábado y domingo no hago otra cosa que dormir. Los días de la semana todos son lunes. Sufro de gastritis permanente. Mi caso no es como el de un amigo que padecía el mismo mal y cuando por fin sacó tiempo para ir al gastroenterólogo éste le dijo que tenía que analizar qué alimentos eran los que le desencadenaban el malestar, pues aunque la enfermedad se debía al estrés por la presión de trabajo que soportaba en la oficina, este factor era muy difícil de controlar y cuidarse con la comida podía ayudar un poco. Empezó a desayunar con papaya, según le recomendó el doctor, pero cada lunes en la junta de las 7 A.M. sentía que se moría. Así se lo dijo en la siguiente consulta, que la papaya era lo peor para la gastritis, pues el fin de semana se sentía de maravilla y ni el trago ni el chicharrón le hacían daño, pero llegaba la junta del lunes y después de comerse la papaya le empezaba ese dolor...
Y es que es mucha la papaya que da uno madrugando. La piel se arruga. Le salen ojeras. Canas. Ni pensar con claridad se puede. Tan malo será que ningún médico lo receta. Mi diagnóstico es que el único trabajo que le sienta bien a un paciente es el que no tiene horarios.
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