Digamos con el debido respeto -según lo prescriben los empalagosos manuales de la prosopopeya- que Colombia continúa bajo la protección -inexequible- del Sagrado Corazón de Jesús, si nos atenemos al milagro de su precaria supervivencia en el centro de las ráfagas de una demencia suicida, que azota de forma inmisericorde su fantástico, exuberante y cuarteado territorio.
Aquí, el deporte nacional dejó de ser el ciclismo -imbatible en sus épocas doradas- y, también, el fútbol, el gran crisol de todas las pasiones regionales. Ahora, en el epicentro de nuestras múltiples contradicciones, se impone un nuevo fanatismo, cuya manifestación más sobresaliente es una capacidad de autodestrucción tan desproporcionada como inagotable.
Descalificar, condenar, ridiculizar, humillar y trivializar son algunas de las expresiones características de la actualidad, en la que no tiene espacio la reflexión constructiva ni el análisis desapasionado y, menos aún, la formulación inteligente de soluciones civilizadas. La prioridad consiste en arrasar con quien no piensa igual, con el que moviliza conceptos de acento igualitario, con las normas legales y sociales establecidas para promover el respeto y contener las ambiciones individuales. Ni siquiera en las inmensas catástrofes de las plantas nucleares de los países industrializados, es posible detectar la emisión de tantos elementos tóxicos como los que se encuentran en los corrillos de café -o de coctel-, en las secciones de opinión, los foros de lectores o en las libertinas y omnipresentes redes sociales. Por eso, hoy por hoy, es mucho más fácil ser crítico que ser honesto.
Tal como vamos, la avidez de sangre, de sexo y de escándalos compone el menú apetecible de nuestra iconografía criolla, en medio de la cual brilla, con deslumbrantes luces artificiales, la farandulilla nacional. Así las cosas, y aferrados esencialmente a lo anecdótico, perdimos el hilo de la historia, sepultamos las tradiciones ancestrales, desterramos los componentes de la tolerancia, sembramos de explosivos el camino que conduce a una hermandad duradera, herimos de muerte la confianza y la credibilidad de las instituciones ciudadanas, merced a la orgía alentada por las ansias irrefrenables de poder. Y ésta, es tierra abonada para las ‘olvidanzas’.
Palabras más palabras menos, echamos al olvido los principios esenciales de la civilización y, de contera, el olvido es la única muerte que nos mata de verdad, de acuerdo con la metáfora de algún soñador insomne.
Ahora bien, según señala una antigua sentencia árabe, la vejez comienza cuando los recuerdos empiezan a ser más importantes que las esperanzas. Quizás, estas líneas hablan de la caducidad de los sueños y del ingreso al reino de una nostalgia invencible, porque ahora resulta que, ni más ni menos, son los recuerdos los mismos que parecen perdérsele a nuestro inmenso fabulador de Macondo, como lo informan algunos despachos noticiosos.
Alrededor de la hipotética situación mental de García Márquez, han surgido versiones contradictorias, pues hay quienes se resisten, indignados, a admitir la existencia de ‘la demencia senil’, como parece un hecho, pues hacen una interpretación equivocada de este síntoma del desgaste paulatino y natural del cerebro, cuando lo equiparan a enfermedad o delirio. Con razón el Nobel sostuvo que en Colombia la realidad supera la ficción.
Es preferible releerlo con la misma pasión con la que él creó sus páginas magistrales. Rescatemos, entonces, unas píldoras inolvidables como recordatorio del prodigioso escritor, a través de las cuales alude al caso que nos ocupa y preocupa, con su acostumbrada lucidez:
El que no tiene memoria se inventa una de papel.
El destino le deparó la inmensa fortuna de perder la memoria.
La memoria del corazón magnifica los buenos recuerdos y elimina los malos. Gracias a este artificio podemos sobrellevar el pasado.
La sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada.
Al menos, García Márquez siempre ha estado consciente de la memoria del olvido, y si le tocara definir de un plumazo el origen de las anunciadas o supuestas ‘lagunas’, sin lugar a dudas concluiría con su estilo demoledor e inconfundible: ‘Pues, hombre, es que las cosas se acaban por donde se usan’.
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