Si bien la tauromaquia está siendo violentada en un intento por homogenizar o eliminar las formas de vida diferentes, siempre será más fácil que los propios taurinos sean los que propinen la estocada que dé muerte a la fiesta brava, pues ninguno es mejor asesino de un arte que su misma audiencia y sus promotores.
Y de verdad que los taurinos vamos en esa dirección, practicando una cantidad de rasgos de eso que se ha levantado alrededor de la fiesta, así como alrededor de otras artes: una industria. Un negocio cuyo interés de masificar y capitalizar al máximo, si bien puede haber revitalizado o fortalecido alguna disciplina artística, siempre las mantiene al borde de su transformación o de su desaparición.
Cierto sector de la crítica taurina ha denunciado que algunas figuras del toreo, como condición para su contratación, están exigiendo torear la ganadería que les conviene: la que conocen, la menos peligrosa y la que poco les exige. También están pidiendo no abrir plaza, no torear el primer toro con el público frío. Tampoco están permitiendo que sus honorarios se reduzcan, aún conociendo las dificultades económicas y comerciales que han encontrado la fiesta y sus aficionados.
En cierta forma están renunciado a ponerse al filo de la muerte y a entregarse hasta ver el sudor en la arena; quieren el triunfo más fácil y el que parezca más espectacular. Han decidido falsear el valor de lo taurino hasta que lanzarse al ruedo ya no sea más lanzarse al ruedo.
Por otra parte, los periodistas, por supuesto no todos, andan sacando ídolos del sombrero y enterrando promesas a discreción. Todo, al parecer, por un interés comercial que se define en el callejón y en las tertulias. Ya se ve con preocupación que el periodista taurino juegue a confundir su rol de periodista con el de empresario, promotor o apoderado.
Los ganaderos por su lado, sobre todo en Latinoamérica, parecen haber quedado satisfechos con el toro regular que crían. Algunos sin trapío e impresentables, otros de buena presencia pero sin casta. Con eso les basta, nunca faltarán tardes para sus animales y saben que los espectadores los perdonan siempre que al menos uno de sus toros persiga la muleta de algún renombrado torero.
La mayoría de toreros jóvenes colombianos, más que talento y ganas, requieren de capacidad para hacer lobby y romper la muralla que así les han levantado las figuras, los periodistas y empresarios. Como muchas veces no la tienen, han quedado sometidos a poquísimas tardes en las que les sueltan toros malos una y otra vez, como si los toreros experimentados no fueran los que antes debieran torear los más complicados. ¿Para generar (crear, acrecentar) afición taurina en Colombia no necesitaremos de figuras colombianas de peso que se promocionen o se defiendan?
A la tauromaquia, como a cualquier arte en el mundo de hoy, la mueven esas conductas; cosas que son más de una industria cultural, de un negocio. Pero no digamos mentiras, la industria puede no ser la niña mala siempre. En los peores casos puede que dañe el gusto, que haga mediocre las disciplinas, que mienta, que aparente, pero a veces es un trampolín del que el arte se puede valer, sobre todo produciendo espectáculos y publicidad para sus vanguardias.
Sin embargo, así a grandes rasgos la industria taurina no difiera mucho de la actualidad de la música, el cine, la literatura o el teatro, la fiesta brava tiene particularidades, y por eso, como ella se está manejando, puede definitivamente resultar una amenaza para sí.
La fiesta brava no es de masas, es de minorías. La fiesta brava no es de fácil transformaciones o adaptaciones, sino que cambia con esa lentitud que le es tan propia. La fiesta brava requiere de audiencias algo instruidas y sensibilizadas que no son fáciles de masificar o atraer. La fiesta brava está al borde de su extinción pero por fenómenos ajenos a ella. La fiesta brava no puede darse licencias de apostar alto con lo que ha conseguido y aún tiene.
Por eso estas formas del negocio taurino puede que termine por dejar a la fiesta sin afición, o, en el mejor de los casos, puede que propicie transformaciones que ella fiesta misma ha deplorado. Pero no es que la industria deba ser acabada, solo hay que replantearla, y que en vez de pensar en sacar el máximo provecho por el corto tiempo que le quedarán a los toros, se piense en sacarles el mejor provecho por el mayor tiempo posible.
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